Santiago Castelo en su despacho de ABC
Santiago Castelo en su despacho de ABC - jaime garcía

Santiago Castelo: «No quiero ser recordado como el poeta del duelo y de la muerte»

El poeta obtiene por aclamación el premio Gil de Biedma de poesía con «La sentencia», su libro póstumo

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¿Estás escribiendo? «Mucho». Entonces mucho quería decir deprisa. Santiago Castelo no sabía cuánto le quedaba, ni cuándo se ejecutaría la sentencia que eligió como título y argumento del que iba a ser su último poemario, una despedida del mundo y la carne, comestible o tangible. Premiada ayer con el Jaime Gil de Biedma, uno de los más prestigiosos en lengua castellana en la categoría de poesía, el libro póstumo de Castelo aúna la frialdad y el ardor que, sin atemperar, hielo y fuego, exige la narración de una autoagonía, escrita en el último borde de la vida y en la soledad a la que obliga una etapa contra el reloj, bajo una lluvia que no deja ver las señales que indican lo que queda para llegar.

Entonces mucho quería decir deprisa y todas las metas eran volantes.

«La sentencia» fue de las últimas obras en llegar a la Diputación de Segovia a finales de marzo. Apuró el plazo de presentación y hasta el último momento estuvo Castello, fallecido hace ahora dos semanas, retocando y corrigiendo los manuscritos de un auto judicial cuya exposición de hechos había elaborado a lo largo de los últimos doce meses, algunos de ellos, heladores, escritos entre fiebres, en la cama del mismo hospital en el que murió.

Sabía que los setecientos versos exigidos en las bases del premio eran muchos, demasiados para un cuerpo devorado por el cáncer y, más aún, para una mente sometida al cruce de considerandos. De su sentencia, Castelo solo tenía claro el fallo: la ley de Dios la conocía, pero era de Letras demasiado puras como para cuadrar el tiempo y la biología. «Según amanezca. A ver mañana cómo me levanto», decía.

Con «La hermana muerta» (2011), el periodista extremeño preparó el terreno y cavó su propia tumba. El llanto por los miembros de su familia, desaparecidos casi de un día para otro y en una secuencia insoportable, lo habilitó para enfrentarse con serenidad a su propio final y sacar el mejor partido literario de una angustia que se tragaba y se le hacía nudos. Era comilón, de digestiones asistidas con aguardiente, pero para las penas terminó por hacerse rumiante. Sobre el papel, lágrimas; al margen, silencio.

La aceptación

Fragmentado por los latidos, vertido a borbotones, medido con la precisión de quien ha firmado algunos de los sonetos más hermosos de las últimas décadas, «La sentencia» es un relato sobre la aceptación. No es un vulgar manual de autoayuda para salir adelante, según se sale de la Feria del Libro, sino una guía para ir bastante más allá. Castelo se aplicó el cuento de la Madre Maravillas –«Lo que Dios quiera, cuando Dios quiera, como Dios quiera»– y se sombreó la mirada para observar de cerca lo que pocos se atreven a mirar. «Toda la vida escribiendo versos sobre el gozo carnal, la sensorialidad y la pasión de vivir, y resulta ahora que me van a recordar como el poeta del duelo y la muerte, qué le vamos a hacer», se quejaba a última hora Santiago Castelo, cuyo removido «Quilombo» (2008) siempre consideró su obra más representativa.

En «La sentencia» aparecen episodios como el del diagnóstico que desencadena su trama, el de las pruebas a las que el autor era sometido de forma cíclica o, más pegado al cuerpo, el de la caída del cabello que provoca la quimioterapia. Una zarzuela se ponía Castelo en el iPod para distraerse, con un tarareo y una evasiva percusión dactilar de acompañamiento, mientras le inyectaban los antineoplásicos. Luego, cuando tocaba, se afeitaba la cabeza en la barbería en la que se arreglan los hipsters del Dos de Mayo. «Estoy a la última, qué te crees», soltaba Castelo con una risotada desafiante. Estaba en las últimas y a la última. Estaba.

Ni siquiera el escenario oncológico en el que se desarrolla la acción e inacción de «La sentencia» –de cristal, niquelado, aséptico, entubado; muy lejos de su paisaje extremeño, que vuelve a asomar en este último acto– consigue evitar que José Miguel Santiago Castelo exprese su quebranto y su esperanza a través de las formas y los dejes clásicos y cálidos que definen su obra, ajena al canon de consumo y maldita para los que a ciegas siguen al dictado las directrices de quienes marcan el nuevo índice cultural. Premiado y enterrado, casi todo Castelo está por descubrir.

No son los poemas que contiene «La sentencia» los últimos textos del malogrado poeta. La Semana Santa, como gran parte de los últimos meses, entre idas y venidas, la pasó en el hospital, junto a los suyos y cerca de su crucifijo, su libro de oraciones y la Virgen enmarcada que una buena tarde le llevaron Catalina y Soledad. También tenía el móvil a mano. Si aceptamos la correspondencia de los autores del siglo XX como parte de su producción literaria, sería menester, quizá también imposible, recopilar los mensajes de whatsapp, algunos sobrecogedores, que Castelo enviaba de vez en cuando, cuando todo ya estaba escrito.

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