Fotografía anónima de uno de los fotógrafos de la expedición comendada por Manuel Hernández Sanjuán a Guinea en 1944
Fotografía anónima de uno de los fotógrafos de la expedición comendada por Manuel Hernández Sanjuán a Guinea en 1944
CINE

«Palmeras en la nieve», escalando el Pico Misterio

«Bienvenidas sean mil pelis como ‘Palmeras en la nieve’, si hacen algo para que Guinea deje de ser el gran misterio del pasado colonial español y aclaran los nubarrones eternos sobre su futuro». Así de contundente se muestra el autor de este texto

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Si viviera en el mundo real, la sufrida protagonista de «Palmeras en la nieve» habría afrontado un dramón extra al desenterrar sus raíces en Guinea: no sé yo si habría podido plantarse en Malabo para tener su ración de «revival» exótico (y erótico)-festivo. Antes de revolcarse en sus playas paradisíacas y de bailar bien agarrada sus consabidos y sensuales ritmos negros, habría tenido que superar en Madrid un calvario de papeleos para conseguir el visado de turista (aparte de pagar cien euros). Seguramente nunca habría despegado: el régimen de Obiang no tiene ningún interés en desparramar visitantes con dudosas ideas occidentales sobre democracia o desigualdad en el país diminuto e inmensamente rico que lleva controlando ya casi cuarenta años.

Y eso que la película no miente: los paisajes de la isla de Bioko son tan hermosos o más que los de Dominicana, donde se rodó.

También la parte continental, con una costa pespunteada de estuarios e islas vírgenes y una selva primaria de las mejor conservadas del mundo.

Doy fe de las bellezas y de las trabas: yo mismo las viví en 2001, cuando me fui a trabajar a Malabo, la capital. Pasé semanas peleando por el visado, y eso que yo ya tenía un contrato como profesor del Colegio Español allá. Tampoco moverse dentro del país era fácil: hacían falta permisos previos, mordidas, paciencia infinita en los controles de carretera constantes.

Esplendores y miserias

Todo eso y más valía la pena. Grande como Galicia, Guinea resultó ser una especie de micro-laboratorio de África. Con poco más de un millón de habitantes, todo se sabía enseguida y todo se vivía de primera mano. Ha crecido mucho, pero entonces Malabo era un pueblo, los occidentales éramos pocos, y yo me gané enseguida el apodo local de «blanco pequeño»: a los 25 años yo creo que era, niños aparte, el más joven de la colonia española. Tuve mucha suerte: entendí de cerca, como en un curso acelerado, los esplendores y miserias de tantos países africanos: la riqueza natural convertida en «maldición de los recursos» paradójica y arma de dictadores; los conflictos étnicos dentro de unas fronteras dibujadas por las malas por la exmetrópoli (en Guinea fuerza el enfrentamiento desigual de bubis isleños y «fangs» continentales); la descolonización chapucera; las dinastías de sátrapas y cleptocracias crónicas que gestionan sus países como fincas privadas con la anuencia internacional; las desigualdades sangrantes; la influencia emergente de China; el descuido intencionado de la sanidad y la educación públicas y la hostilidad al turismo por parte de unas elites que así se eternizan.

Tuve malaria, pero me curé de amnesia: hemos olvidado incluso nuestro olvido de Guinea

También me topé, claro, con culturas precoloniales fascinantes y lugares imposiblemente hermosos: vi entre niebla los «poblados de fantasmas» al fondo del cráter de la Caldera de Luba, entonces aún por explorar; navegué en lancha hasta las playas volcánicas de Ureka, aún sin carretera, para ver cataratas cayendo sobre el mar y el desove de las inmensas tortugas laúd; olisqueé los nidos recién abandonados de los gorilas de montaña en el Monte Alén. Vi también cacaotales abandonados y trenes comidos por la maleza, las casas hacinadas de Ela Nguema, el orgullo bubi de pueblos tenaces como Rebola, las parodias de juicios públicos a opositores obviamente torturados en el cine Marfil de Malabo.

Costra de silencio

Tuve malaria, pero me curé de amnesia: hemos olvidado incluso nuestro olvido de Guinea, una antigua colonia (y luego provincia española hasta el 68) que sigue siendo el gran punto ciego de nuestra memoria histórica. La Ley de Materia Reservada con que el franquismo censuró todas sus noticias tras la independencia parece alargarse como por inercia hasta hoy. Cuando digo que fui profesor en Malabo, suelen preguntarme dónde queda eso, y qué hablan allí. Para deshacer esa costra de silencio recomiendo documentales como «La paradoja de la abundancia», del programa de TVE «En portada», o « Memoria Negra», de Xavier Montanyà asesorado por Basilio Martín Patino, o los libros sobre cultura ecuatoguineana de Eduardo Soler.

A veces se sacude ese sopor, pero dura poco. Mientras escribo esto, se confirma que Obiang ha ganado con casi el 99 por ciento de los votos otra de sus elecciones presidenciales: seguirá gobernando hasta 2023. También llegan confusas noticias de sedes de partidos opositores asediadas por militares, y la letanía habitual de denuncias de todas las ONG serias. Desde que a mediados de los 90 una abstención de casi el 80 por ciento (la única manera de disentir, en realidad, que se ofrece a los votantes) dio un susto a Obiang y su clan de Mongomo, han aprendido a dejar atados y bien atados los cabos sueltos, los censos, los recuentos y las encuestas. Tampoco es que el maquillaje importe demasiado: de cara a la galería internacional, más que unos cientos de miles de votos arriba o abajo, cuentan los miles de millones del negocio del petróleo. Desde que Mobil empezó a explotarlo a mediados de los 90, Guinea se ha convertido en el tercer productor de África y tiene sobre el papel una renta por cabeza superior a la española.

Relaciones opacas

Ese dinero ha congelado la evolución democrática y financia despropósitos. Ahora mismo se construye en medio de la nada, en el continente, una nueva capital: Oyala, prioritaria sobre una sanidad y una educación pública calamitosas. Y no parece que la sucesión, si recae como está previsto en el delfín Teodorín Obiang, vaya a cambiar mucho las cosas. Basta ver en YouTube el documental francés que sigue sus pasos por París, con sus cinco deportivos de lujo, su palacete en la Avenida Foch y sus docenas de relojes de diamantes.

En Bioko hay muchos volcanes apagados y cubiertos de selva y nubes, pero mi favorito, por el nombre, era el Pico Misterio. No llegué a escalarlo, pero lo veía a lo lejos y despedía el aroma de aventuras y de posibilidades futuras que siempre sentí en un país a la vez joven y ancestral, mientras hacía honor a mi apodo y en efecto me sentía muy blanco y muy pequeño. También es un buen emblema de las relaciones opacas que España mantiene con Guinea. Bienvenidas sean mil pelis como «Palmeras en la nieve», con sus dosis convencionales de melodrama y aventuras en la selva, si hacen algo para que deje de ser el gran misterio del pasado colonial español y aclaran así un poco los nubarrones eternos sobre su futuro.

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