La interpretación de Adela Escartín en «Yerma», en 1960, fue un hito de la escena teatral cubana
La interpretación de Adela Escartín en «Yerma», en 1960, fue un hito de la escena teatral cubana
TEATRO

Una nueva biografía de la actriz Adela Escartín resalta su fama internacional

Injustamente poco conocida en España, donde permanece su impronta como pedagoga, la figura de Adela Escartín es rescatada en un minucioso libro por su discípulo Juan Antonio Vizcaíno, a la vez memorias y biografía de una actriz que dejó huella imborrable en Cuba

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«Actuar es como escribir en la arena y en el agua» Así definía su oficio Adela Escartín (1913-2010) subrayando la tozudez de lo efímero que está en las raíces de la interpretación. Fue una mujer hermosa y decidida que viajó mucho, recibió clases de los mejores maestros, se consagró como actriz en Cuba, fue pionera entre las directoras de escena y una gran maestra. Una carrera de la que en España apenas queda eco, aunque sí de su trabajo como pedagoga en la Real Escuela Superior de Arte Dramático. Si convenimos con Sarmiento que los discípulos son la biografía de un maestro, en la de Adela Escartín figuran los nombres de Blanca Portillo, Yolanda Ulloa, Rosa Savoini, Anne Serrano, Ione Irazábal, Pedro G.

de las Heras, Daniel Sarasola, Sonia Grande, Pietro Olivera, Juan Antonio Vizcaíno y muchos más.

La biografía incluye conversaciones del autor con Escartín, que ésta no quiso que se publicasen hasta después de su muerte

Este último -escritor, crítico y él mismo profesor de la RESAD- es quien se ha ocupado con tanta minuciosidad como fortuna de un rescate necesario, de recordar negro sobre blanco lo que la actriz dejó escrito en el agua de tantos escenarios y luego se ocupó de transmitir con vehemencia, sutileza, calidez y rigor. «Adela -escribe- no sólo enseñaba a ser mejor actor, sino, también, mejor persona; que es lo que distingue a los maestros de los profesores; aunque ella tampoco con eso tenía suficiente. Conseguía (como sólo puede hacerlo una madre) que sus alumnos fuesen más distinguidos, más cultos, más elegantes y -en definitiva- más interesantes; tanto sobre la escena como en su vida corriente».

El sentido último de una biografía estriba en desentrañar un misterio, el misterio de una vida y el de la pasión que la justifica. Vizcaíno desarrolla esa tarea de investigación y desvelamiento con la intuición y la persistencia de un sabueso y la luz fervorosa de un enamorado, y lo hace por una doble vía: el arduo rastreo documental enriquecido con los materiales del archivo personal y profesional de la biografiada, y el vivo testimonio de la actriz, pues este libro aúna la doble condición de biografía y memorias, las que, a finales de 1994, Adela Escartín propuso a su antiguo alumno que escribiera con dos condiciones: que las conversaciones no se grabasen y que el texto se publicara después de su muerte.

Rica peripecia vital

Cumplido el pacto a rajatabla, el autor entrega dos volúmenes rotundos, llenos de datos y también llenos de vida, un abrumador material muy bien ordenado en el relato de una peripecia vital extensa, rica y ajetreada que comenzó el 26 de octubre de 1913 en Santa María de Guía (Gran Canaria). Hija de una familia acomodada, su padre era militar, hedonista y derrochón: cuando su esposa recibió una cuantiosa herencia lo celebró haciéndose socio permanente del casino de Montecarlo. Detalles sorprendentes como este se prodigan como destellos traviesos en un libro en el que se alternan con gran eficacia narrativa la documentada voz del biógrafo y la de la propia Adela, presentadas en dos tipografías diferentes.

Así se siguen con atención fascinada los episodios de una vida de casi 97 años: la memoria de la infancia insular, los estudios en el Instituto Escuela de Madrid, su etapa en París, donde fue alumna de la actriz de la Comedie Française Madeleine Renaud, la República y el trauma de la Guerra Civil, sus escarceos con el teatro profesional y el cine mientras estudiaba en el Real Conservatorio de Música y Declamación. Con su diploma en el bolsillo, se trasladó a Nueva York en 1947 para completar una etapa decisiva en la Workshopdrama de Erwin Piscator y el Stella Adler Studio. A quien más debo -reconocía- es a Stella. Ella me hizo trabajar con la memoria sensorial, algo que había aprendido en unos cursos con Stanislavski en su fase final, cuando el maestro ruso renegaba de la memoria emocional, y apostaba por la sensorialidad».

Y de allí a La Habana, donde su amigo Andrés Castro le ofreció en 1949 el papel protagonista de «La Gioconda», de Gabriele D’Annunzio, primer paso de una estancia prolongada que se iniciaría un año después con su encarnación de la «Yerma» lorquiana.

Reloj despertador azul

En Cuba consolidó un prestigio de primerísima actriz interpretando tanto obras del gran repertorio internacional como de nuevos dramaturgos cubanos. Obtuvo éxitos sonados con «El tiempo y los Conway», de Priestley; «Calígula», de Camus, y «Juana en la hoguera», oratorio de Arthur Honegger y Paul Claudel, e intervino en espacios televisivos dramáticos, rodó un par de películas y comenzó su carrera como directora de escena y pedagoga, actividades que continuó tras el triunfo de la revolución castrista, con nutridas experiencias dramáticas de investigación y experimentación que llevó a cabo en su Sala Prado 260.

Tras dejar Madrid, la actriz se formó en París y en Nueva York con Piscator y Stella Adler

Regresó a España en 1970 para cuidar a su madre, y ya se quedó definitivamente. Hizo teatro, cine y televisión, aunque ya no como primera actriz, pues para el mundo teatral patrio era casi una recién llegada pese a su fructífera carrera cubana. Participó en un estreno mítico de 1977, «Las arrecogías del beaterio de santa María Egipciaca», de José Martín Recuerda, dirigida por Adolfo Marsillach, y un año más tarde en el primero del recién creado Centro Dramático Nacional, «Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga», de José María Rodríguez Méndez, con dirección de José Luis Gómez.

Ese mismo año ingresó como profesora de Interpretación en la RESAD, el nuevo nombre del Conservatorio donde había estudiado. Completaba así el círculo de una trayectoria vital plena, la vuelta a los orígenes para transmitir lo que había aprendido durante tantos años de estudio y experiencia. Sus alumnos recuerdan sus clases extraordinarias, medidas por el reloj despertador azul que sacaba de su bolso y en las que enhebraba el Sistema de las Acciones Físicas de Stanislavski y el viaje ritual hacia las raíces míticas de la interpretación, siguiendo los pasos mistéricos de Artaud, Grotowsky o Roy Hart. Pese a las peticiones de alumnos y profesores, la RESAD jubiló a la profesora cuando cumplió 70 años; ella continuó su magisterio durante algún tiempo en la Sala Mirador. «El escenario -decía- es un altar. En ese lugar sagrado el actor o la actriz no deben limitarse a actuar, sino a oficiar, como si de una auténtica misa se tratase». No en vano este libro apasionante, del que me habría gustado comentar muchas otras cosas que aquí ya no caben, se titula intencionadamente «Adela Escartín. Mito y rito de una actriz».

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