«El futuro “fenómeno”», acuarela sobre cartulina de Herreros
«El futuro “fenómeno”», acuarela sobre cartulina de Herreros
COLECCIÓN ABC

El hombre de la montaña y el artista del valle

Aunque su nombre está indisolublemente asociado a «La Codorniz», Enrique Herreros dejó su impronta en las páginas de ABC. Las revistas humorísticas fueron para él tierra fértil en las que desarrollar un personal estilo

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Enrique García-Herreros Codesido (Madrid, 1903-Picos de Europa, Cantabria, 1977), más conocido como Enrique Herreros, llegó a las páginas del ABC de la mano de Miguel Pérez Ferrero, aquel notable biógrafo de Pío Baroja que fue el primero de sus redactores en especializarse en la crítica cinematográfica, para la que se valió del seudónimo de Donald. Y aunque no se prodigó mucho a lo largo de las dos décadas, años cincuenta y sesenta, que duró esa irregular colaboración, que tuvo también su vertiente literaria, hay varios dibujos en esta colección de entre los mejores que produjo en un momento en que estaba ya definido su estilo.

Herreros se forjó como un artista autodidacta, después de que le expulsaran de la Escuela de Artes y Oficios a los doce años por caricaturizar sin demasiada piedad a algunos de sus profesores.

Y, a partir de ese momento, fue creciendo como dibujante en las revistas de humor de la época bajo la influencia en sus féminas de las mujeres de Penagos. Pero, para cuando estalló la Guerra Civil, contaba ya con la consideración de ser el mejor cartelista cinematográfico de su tiempo gracias a sus propuestas publicitarias para los lanzamientos de Filmófono. Varios de esos anuncios («Bajo los techos de París», «El millón» y «¡Viva la libertad!», de René Clair; o «La línea general»; de Eisenstein, por ejemplo), siguen siendo hoy rabiosamente modernos, y ponen de manifiesto la excelente asimilación que Herreros había hecho de los diferentes «ismos» que en la década de los treinta se postulaban como la cristalización de las vanguardias estéticas.

De checa en checa

Sus desdichas comenzaron, sin embargo, al poco de producirse el alzamiento militar, cuando unos compañeros de montañismo le delataron a las autoridades republicanas como afín al falangismo. Herreros buscó asilo en la embajada de Perú para él, su mujer y su hijo. Y allí permaneció hasta que los milicianos, vulnerando los acuerdos diplomáticos, la tomaron al asalto. Su mujer fue enviada a casa, su hijo subido a un camión para ser llevado a Rusia (del que escapó durante una de sus paradas) y a él le toco peregrinar de checa en checa hasta que lo trasladaron a la cárcel de Valencia. Allí sería juzgado en 1938, declarado inocente de toda acusación y puesto en libertad. Y, antes de reunirse con su familia, que estaba a esas alturas en el San Sebastián nacionalista, pasó brevemente por Madrid para despedirse de sus padres, se trasladó luego a Barcelona (donde un amigo, cónsul del Perú, le contrató como su chófer), y finalmente escapó a Francia en una barca, desde donde pudo ya acceder a la capital donostiarra.

En San Sebastián, su amigo Miguel Mihura le colocó enseguida en «La Ametralladora», revista humorística para las tropas sublevadas, donde este, junto a Tono y Neville, estaba sentando las bases de lo que sería el espíritu de «La Codorniz». Y sería entonces, en todo caso, cuando Herreros pudo haber solicitado su carnet de Falange, como le había sucedido al propio Miguel, con el fin de poder trabajar (de lo que deberían estar mejor informados los que ahora le quieren birlar su estatua de las calles de Madrid en aras de un revanchismo gratuito).

Herreros tuvo muchas facetas además de la de dibujante: cineasta, escritor, representante de artistas, montañero...

Para cuando se crease «La Codorniz» tras la contienda, en 1941, él ya había ido perfilando su estilo, en el que, entre las naturales influencias de toda etapa de formación, estaban las del rumano Steinberg y el italiano Mondaini (a los que conocía del «Bertoldo» mussoliniano), y los estadounidenses Peter Arno, James Thurber y Otto Soglow, del «New Yorker».

Suyo fue el diseño de la mancheta de la mítica revista española de humor, para la que llegaría a hacer 807 portadas, 45 contraportadas y más de 2.000 dibujos, hasta el año 1977, cobrando un protagonismo esencial en la misma a raíz de que el joven Álvaro de Laiglesia asumiera su dirección en 1944.

Pero, y en esto consistió su grandeza, mientras sus geniales compañeros seguían perseverando en una estética vanguardista y en el humor del absurdo, que empezaba a dar signos de agotamiento, decidió buscar sus raíces en lo mejor de la tradición española, emparentándose con una corriente que arrancaba con Goya, pasaba por Alenza y llegaba hasta Solana, corriente descarnada que ponía de manifiesto el lado más amargo –y en cierta medida más real– de una sociedad en la que la pátina de la modernidad apenas lograba encubrir sus serias imperfecciones. Y es gracias a esa elección estética que otros creadores más jóvenes contaron con un precedente en el que, sin perder ni un ápicde de originalidad, pudieron mirarse (Julio Cebrián, Chumy Chúmez, Antonio Madrigal, y hasta El Roto, entre los mejores de ellos).

Obras de arte

Sus dibujos de «La Codorniz» exceden el papel humorístico que se les asignaba, y no nos sorprende que aquellos originales, en una época en la que el aprecio por los mismos era escaso, fueran tratados con mimo por los trabajadores de unos talleres que creían reconocer en ellos «unas obras de arte» que no se merecían el desdén que aplicaban a otros.

Ahora bien: ¿dónde está el mejor Herreros, al margen de algunas de esas portadas para «la revista más audaz para el lector más inteligente», como dijera Álvaro de Laiglesia?

Sin duda en sus catorce apuntes de un Madrid «inconnu», que expuso en 1951 en la galería Clan, y a los que fue añadiendo otros, en los que percibimos al discípulo aventajado de Solana. Como lo está en sus dos suites de aguafuertes, «La Tauromaquia de la Muerte» y «La Danza de la Muerte», que exhibió en 1946 en la galería Estilo, y donde palpita como pocas veces hemos visto la herencia del Goya grabador, maestro cuyos cartones homenajea también en alguno de sus dibujos para ABC.

Al contrario que otros en «La Codorniz», Herreros supo ir más allá de la estética vanguardista y el humor del absurdo

Y, en tercer lugar, en las ilustraciones humorísticas para el primero de sus «Quijotes» (a mi juicio, la interpretación más acertada del espíritu cervantino), empezadas en los años cuarenta y completadas en los sesenta, periodo este en el que ilustró dos versiones más: el expresionista y el cubista.

Hubo otros Herreros: el cineasta (autor de obras excelentes: « María Fernanda la Jerezana» y « La muralla feliz»), el actor, el fotógrafo, el escritor, el apasionado del Real Madrid, el representante de artistas (Nati Mistral o Sara Montiel), y, con mucho, el más personal, el que se escapaba a las montañas para estar solo y abrir nuevas vías. Precisamente murió en un accidente de coche en los Picos de Europa. Está enterrado en Potes (Cantabria), y en la Casa Bárcena de Cabrales (Asturias) hay un museo que le recuerda en el contexto en que fue él mismo.

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