Saint-Exupéry, en las trincheras de Carabanchel

La Guerra Civil española dejó una profunda huella en el autor de «El Principito». Su biógrafa Monste Morata nos cuenta las andanzas del escritor por España

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En España Antoine de Saint-Exupéry comprendió que había que dar un sentido a la vida de los hombres para alejarlos de las verdades engañosas de la razón y del sentimiento. Su experiencia en la Guerra Civil le dejó una profunda huella. En ella descubrirá las motivaciones del hombre de la guerra para aceptar la muerte más allá de los planteamientos ideológicos. Las mismas aspiraciones universales que sólo unos años después él mismo encontraría en la Segunda Guerra Mundial, en la que acabó desapareciendo, el 31 de julio de 1944, durante una misión de reconocimiento sobre la Francia ocupada a bordo de un avión aliado.

Durante los años 30 el escritor colaboró con algunos de los principales periódicos de su tiempo.

Lo hizo por las dificultades económicas que atravesaba, pero aquel trabajo le llevaría a conocer las grandes encrucijadas de su época, como la contienda española, en la que estuvo en dos ocasiones. Primero, en agosto de 1936 enviado por el diario «L’Intransigeant» a Cataluña. Saint-Exupéry descubrirá allí que «en una guerra civil la frontera es invisible y pasa por el corazón del hombre». También le sorprenderán las contradicciones de los anarquistas, esos campesinos bonachones que trataban al extranjero con una grave cortesía mientras que entre sus paisanos fusilaban más de lo que combatían. Pero será un año después, en las trincheras de Carabanchel, donde comprenderá el impulso de esa llamada que imantaba al hombre de la guerra, esa realidad que se ocultaba a simple vista porque carecía de un lenguaje que la revelase.

Se le negó el visado español

Saint-Exupéry regresó a la Guerra Civil en abril de 1937, esta vez enviado a Madrid por el vespertino «Paris-Soir», el diario más vendido de su época, que le había pagado una suma inaudita: 80.000 francos a cambio de diez reportajes. Escribirá sólo tres y lo hará casi dos meses después de su regreso, aunque volverá a hablar de aquella experiencia en los artículos que publicó en octubre de 1938 sobre el momento de tensión bélica que se vivía en Europa.

Había llegado a España pilotando de nuevo el avión privado de su periódico, lo que años después le costará que el Régimen Franquista sostuviera que había escoltado aviones franceses para los republicanos. Por este motivo, y por el contenido de sus crónicas, le fue negado el visado cuando lo necesitó para cruzar hacia Portugal, rumbo a su exilio en Nueva York.

El 11 de abril de 1937 Saint-Exupéry aterrizó en Valencia para gestionar los permisos para dirigirse al frente. Quería conocer a los hombres que se dejaban la piel en aquella guerra. Después partió hacia Madrid, donde el 16 de abril le fue extendido el carné de prensa aparecido recientemente en el Archivo de Salamanca, de cuyo hallazgo informaba el pasado domingo ABC. Este documento confirma que el aviador estuvo alojado en el Hotel Florida de la Plaza de Callao, en el que coincidirá con algunos de los grandes reporteros del momento, menos olvidados que el aviador en la mitología de la contienda. Pero Saint-Exupéry no encontró sustancia en aquel ambiente ni dejó testimonio de ello. La única crónica que escribió de esos días la dedicó a mostrar la dureza del asedio de las tropas nacionales. «El golpe resuena sobre el yunque: un herrero gigante forja Madrid», decía de una ciudad que se le aparecía como un navío cargado de mujeres y niños torpedeado en mitad de las aguas negras de la noche. No encontraba justificación para aquella carnicería que Franco ejecutaba en nombre de los valores cristianos. De nuevo un lenguaje contradictorio, pensaba.

Traslado en Rolls Royce

Conseguirá abandonar la ciudad gracias a su amigo el periodista Henri Jeanson, que conocía a Durruti, encargado de organizar el traslado de los periodistas al frente republicano en un Rolls Royce. Durante el trayecto el chófer cantaba La Internacional y seguía la costumbre establecida entre los anarquistas de pisar el acelerador

cuando se cruzaban con otro vehículo para tratar de arrancarle un alerón en señal de saludo. Ante aquel intento, Jeanson rogó al conductor que fuera más despacio, pero Saint-Exupéry le jaleaba diciéndole que su compañero le daría 500 pesetas por cada alerón arrebatado. En las trincheras de Carabanchel mostrará la misma exaltación al sumarse a los juegos con los que los combatientes probaban su valor, como una especie de ruleta rusa con palos de dinamita encendidos. Allí convivirá con los milicianos y conocerá al «sargento R... », un contable de Barcelona alejado de la política que se había decidido a ir a la guerra tras la muerte de un amigo en el frente. «Sargento, ¿tú por qué aceptas morir?», se preguntaba el reportero. Encontrará la respuesta al asistir a su despertar el día en el que iba a emprender un ataque que lo condenaba a una muerte segura. Aquella avanzadilla fue suspendida, pero le sirvió para conocer el verdadero anhelo por el que los hombres marchaban «los unos contra los otros en dirección a las mismas tierras prometidas». Le había sorprendido observar cómo las voces enemigas se llamaban y se respondían por sus nombres en mitad de la noche gritándose los ideales por los que luchaban. Unos «¡por España!», otros «por el pan de nuestros hermanos». Bajo la apariencia de palabras distintas se habían gritado las mismas verdades, «pero una comunión tan alta no excluye morir juntos».

Fin espiritual

Entre los milicianos había encontrado el mismo ambiente de camaradería y fraternidad que junto a sus compañeros de la Aeropostal. La misma capacidad de sacrificio por una causa que transcendía a su dicha individual. Pero pensaba que no debía arruinarse el fin espiritual por una embriaguez del sentimiento ni de la razón que llevaba a los hombres a desfigurarse en dominios de un país, unas ideas o una religión. Por eso creía que había que dar un sentido a la vida de millones de hombres de toda Europa que, encerrados en enormes guetos obreros, querrían nacer, salir de la prisión de los golpes de piqueta que se propinan sin sentido, «que no ligan al que los da con la comunidad de los hombres».

Saint-Exupéry regresó a Francia el 27 de abril presintiendo que la contienda española sería un preludio del cataclismo mundial que se avecinaba, en el que también él acabaría aceptando el sacrificio de la muerte.

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