CÁDIZ

La mala educación

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Nerea le pidió, más bien le exigió, a su madre dos euros. Se iba a la playa con las amigas y quería comprarse un Red Bull y un paquete de patatas. O eso le dijo. Esta vez era cierto. Ella puso las patatas y Saray las pipas. Toda la mañanita en La Victoria, a la altura del Hotel Playa. Marea baja. Gloria bendita. Cuando a eso de las tres de la tarde recogieron los bártulos, los cuatro metros cuadrados de arena que habían ocupado con su pandilla eran un estercolero. Latas de refrescos, cáscaras de pipas, los envoltorios de las patatas. Pese a haber papeleras por doquier. Como si no existieran.

Esa misma mañana Selu no pudo ir a la playa. Llevaba semanas con un dolor extraño en la pierna y por fin le habían dado hora en la consulta del médico. Era a las 9.30, pero se plantó casi media hora tarde. Tuvo que esperar, claro. Aunque él no lo tenía tanto y así se lo hizo ver a la enfermera que organizaba los turnos en la sala de espera. «Manda 'cohone', ¿'sabe lo que te digo'? Es que manda 'cohone'», repitió a voz en grito hasta cinco veces. El resto del tiempo, ya algo más calmado, lo empleó en revisar los mensajitos de su teléfono móvil, con grandes risotadas cada vez que sonaba un pitito, lo cual ocurrió bastantes más veces que las que hubiesen deseado el resto de pacientes en la sala, que no sabían ya dónde mirar cada vez que aquel individuo en chanclas, bañador chillón y camiseta de tirantes se partía de la risa.

Estas escenas se repetían una y otra vez por todo Cádiz. La buena educación había muerto y ya era imposible hacer nada por resucitarla. Nadie saludaba ya al cruzarse por la calle. Jamás una señora logró que un vecino le cediera el paso al entrar en el portal. Ningún anciano pudo hacerse el trayecto Plaza España-Cortadura sentado pues los niñatos copaban todos los asientos. En los chiringuitos era imposible comer sin ver el interior de la boca del comensal de enfrente, nadie la cerraba al masticar. Nunca se escuchaba un 'gracias'. Mucho menos un 'por favor'.

Sin embargo, no todo estaba perdido. En las inmediaciones del Mercado, llegando ya a la Plaza de las Flores, un chaval de no más de 13 años, vio a una anciana tirando de un carro y cargando con dos bolsas más que no le cabían. Se acercó a ella y se ofreció a ayudarla. Lo hizo con naturalidad, como lo más normal del mundo. Era lo que le habían enseñado en su casa. La señora, sorprendida, se lo agradeció de corazón. Un mínimo brote de buena educación en Cádiz. Albricias.