Un grupo de egipcios trató de cruzar a la fuerza el viernes la frontera libia con Túnez. :: Z. SOUISSI / REUTERS
MUNDO

El enorme vacío de Gadafi

La actual crisis libia demuestra el protagonismo de las milicias que acabaron con el dictador

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Muamar Gadafi fue un visionario. Como Cecil B. de Mille, Mao Zedong y otros grandes directores de cine, caudillos, arquitectos e, incluso, reputados chefs, el líder descubrió la enorme ductilidad de las masas, tan conveniente en política cuando el horizonte es la imposición de una férrea dictadura. Su régimen, conocido como 'Jamahiriya', convertía al pueblo, en su vertiente amorfa, en teórico protagonista del rumbo de Libia, aunque, por obvias necesidades de racionalidad, dejaba en manos de la Administración la gestión de sus recursos petrolíferos. El resultado fue que el país careció de entramado civil durante más de 40 años, imposibilitado por leyes que prácticamente impedían la constitución de organizaciones sociales o políticas que dividieran ese sustrato homogéneo y permitieran el disenso.

Los líderes europeos y norteamericanos parecieron olvidar esa carencia cuando contribuyeron a la caída del tirano en el año 2011. Washington, Londres, París y Bruselas confiaron en que, tras retirar los despojos del anterior régimen, surgiría una clase dirigente, homologable según cánones occidentales, capaz de satisfacer el deseo de libertad y democracia. Hoy, Libia sufre los atisbos de una guerra civil envuelta en un caos de grupos armados.

La desaparición del 'guía de la Revolución' dejó un enorme vacío. No tan sólo porque el Rais sustrajo del erario público una fortuna estimada en unos 150.000 millones de euros, sino también porque las plataformas opositoras y los individuos que tomaron las riendas se han demostrado incapaces de proporcionar la estabilidad demandada. Sí, se creó un centenar de partidos, pero sin verdadero respaldo popular, y las milicias que hicieron frente a las tropas de Gadafi, organizadas en torno a vínculos locales, tribales o religiosos, no renunciaron a sus privilegios ni, en último término, a conducir al país según sus erráticos objetivos. Este hecho explica la actual situación prebélica, fomentada por la proliferación de armamento mediano y pesado, fruto del saqueo de los bien nutridos arsenales militares.

La transición libia ha sido un pulso entre la incipiente clase política, carente de experiencia, y estos grupos, que hoy se cuentan por centenares. El ofrecimiento de cargos y carteras en la incipiente Administración y, sobre todo, la inclusión de tales formaciones dentro de los cuerpos de seguridad supusieron un peligroso canto de sirena.

Los amos de la Cirenaica

Las milicias más veteranas, surgidas en las ciudades de Zintan, Misrata y Bengasi, han asumido un rol decisivo. Los primeros, que capturaron a Saif, el hijo de Gadafi, controlan buena parte de la capital, mientras que los segundos obtuvieron un indiscutible prestigio tras resistir el salvaje asedio del régimen y los guerrilleros que se hicieron con la capital de la región de la Cirenaica pronto arguyeron intenciones autonomistas que amenazaban con el desmembramiento del territorio.

La simbiosis entre autoridad civil y formaciones irregulares se benefició de la debilidad del Ejército, muy debilitado tras las purgas y el abandono de sus fuerzas mercenarias, principalmente de origen tuareg. Los nuevos hombres fuertes promovieron la creación de bandas a su servicio y los paramilitares se incrustaron en la función pública con una calculada ambigüedad.

La influyente corriente islamista pronto desplegó sus tentáculos con la creación del LROR, una red de grupos que operaban en Trípoli y Bengasi, y que pronto se vio ampliada por la aparición de la Brigada de los Mártires 17 de Febrero y de Ansar al-Sharia, acusada de promover el asalto al consulado de EE UU en septiembre de 2012 que costó la vida al embajador Christopher Stevens. Un año después, el primer ministro Ali Zeidan fue retenido durante varias horas por miembros del LROR, una maniobra que el dirigente describió como un fallido intento de golpe de Estado de los fundamentalistas.

La lucha entre liberales e islamistas ha polarizado los enfrentamientos en el seno de la clase política y agudizado los combates entre las organizaciones armadas a lo largo de los últimos meses. Los extremistas han convertido Bengasi en su bastión haciendo gala de un poder que no han revalidado en las últimas elecciones celebradas en junio. En cualquier caso, la atmósfera, cada vez más peligrosa, parecía propicia para la aparición de una figura redentora. Ese rol fue asumido en febrero por el general Khalifa Haftar cuando declaró la suspensión del Gobierno.

La iniciativa no obtuvo éxito, pero el órdago prendió en el entramado estableciendo alianzas en función de la adhesión o rechazo a su propuesta, dirigida a combatir a los radicales. El ejército también se dividió entre afines y contrarios. La actual crisis tiene su origen inmediato en la ofensiva lanzada por Haftar contra el Consejo de los Revolucionarios, la red islamista en Bengasi, y respondida en Tripoli con un asalto de las milicias partidarias del golpista al Parlamento, donde los diputados radicales se disponían a dar su apoyo a Ahmad Maitiq como nuevo primer ministro. El ataque fue repelido, pero el Tribunal Supremo anuló el nombramiento del candidato de los islamistas.

La actual lucha por el aeropuerto de Tripoli puede ser una más de las escenificaciones de esa cruenta rivalidad o preludiar una guerra generalizada entre los grupos, alineados en alguna de las dos facciones. El aislamiento de la población se agudiza, mientras el vacío de poder comienza a ser preocupante en el antiguo oasis de Gadafi y alarma a sus vecinos Argelia y Túnez, ya enfrentados a las primeras oleadas de refugiados.