MUNDO

Infierno infantil a las puertas de EE UU

47.000 menores centroamericanos han intentado cruzar la frontera en ocho meses

NUEVA YORK. Actualizado: Guardar
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Antes venían de uno en uno, a veces escondidos en el maletero de un coche, otras de la mano de un coyote al que se los encomendaba la madre. Ahora vienen por decenas y hasta centenares. Cada día varios autobuses llenos de niños interceptados por las patrullas fronterizas llegan al centro de detención de inmigrantes de McCallen (Texas). Sólo en los últimos ocho meses, 47.000, casi el doble que en el mismo periodo de 2013. El número sigue creciendo a medida que los pandilleros de El Salvador, Guatemala y Honduras les obligan a sumarse a sus bandas o salir huyendo. Una auténtica «crisis humanitaria», en palabras de Barack Obama y de las organizaciones de emigrantes que piden que la ONU la declare oficialmente.

Inmigración los llama UAC (Unacompanied Alien Child -Niño Extranjero Sin Acompañar-), aunque según el diccionario podría significar extraterrestre, algo más parecido a la forma en la que los tratan. Los policías fronterizos están desbordados. El centro de McCallen está equipado para alojar a 500 detenidos, pero recibe cada día 1.500. Cierto es que entre los agentes hay hombres de buena voluntad que incluso compran pañales para que las madres puedan cambiar a los bebés, recuerda Lillian Aguayo, que trabaja para el Proyecto de Inmigrantes Esperanza. Pero los centenares que ésta y otras cuatro organizaciones han entrevistado para la queja interpuesta por el Sindicato de Libertades Civiles Americano (ACLU, por sus siglas en inglés), narran lo peor del sistema.

Miles de niños hacinados en instalaciones sucias y faltas de infraestructura, durmiendo en el suelo sobre un papel de aluminio, sin una manta con la que taparse, ni una ducha o tan siquiera un retrete privado. Como a los presos de Guantánamo, les quitan cualquier ropa de abrigo que traigan y suben el aire acondicionado hasta niveles intolerables. Los niños lo llaman «la hielera». Legalmente no deberían pasar en ella más de 72 horas, pero a menudo transcurren semanas. Se tardan dos horas en procesar cada uno de ellos y son tantos que por orden presidencial se han habilitados bases militares en California, Arizona y Oklahoma para alojarlos mientras dura el papeleo.

Los agentes dejan la luz encendida de día y de noche para que no puedan dormir. De vez en cuando pasa uno despertando a los que son inmunes a la luz. A veces les dan un zumo, un sandwich o una sopa deshidratada sin agua. Con suerte, entre el sueño, el frío y el hambre, muchos acaban firmando la repatriación voluntaria. Sólo así pueden devolverlos inmediatamente a un país que no es limítrofe con EE UU, antes de que ellos pidan asilo político. Si no lo piden ni nadie les reclama, pasan a manos del Departamento de Sanidad y Servicios Sociales, que intentará localizar a algún familiar o los dará a extraños pagados para una adopción temporal. Paradójicamente, ahí se acaba la parte más dramática de su calvario.

«Este no es sitio para vuestros hijos», según el secretario de Seguridad Doméstica, Jeh Johnson, para desalentar a los padres que pagan hasta 5.000 dólares (3.675 dólares) para que les traigan a sus pequeños.

Nunca es una decisión frívola. La oposición responsabiliza al Gobierno de Obama por haber legalizado temporalmente a más de 100.000 jóvenes que llegaron de niños antes de 2007. Según dicen los conservadores, entre los detenidos corre el rumor de que los niños puedan obtener «permisos» legales, pero Erika Pinheiro, cuya organización ha aportado 97 de los 116 casos del informe de la ACLU, dice que nunca ha escuchado a un menor pronunciar esa palabra. «Todos hablan de la violencia y de las amenazas que sufren en sus comunidades, no de la Dream Act, que no saben ni lo que es», asegura.

El viaje es demasiado peligroso como para tomárselo a la ligera. Vienen solos y tienen que sobrevivir a los coyotes, los zetas, las mafias mexicanas, los corruptos policías de las fronteras que cruzan y cualquiera que abuse de ellos por el camino.

«Pero la mera verdad, allí ya no se puede vivir», se lamenta Blanca Hernández, una salvadoreña cuyo hijo Immer, de 11 años, está decidido a hacer el camino las veces que haga falta antes que sucumbir a los pandilleros de su colegio, que le quieren obligar a unirse a la banda y a reclutar otros niños. «El año pasado le mandé unas zapatillas de deporte Nike y me llamó por teléfono muy alarmado. 'Mamá, por qué me mandas esto, ¿no ves que aquí no me los puedo poner? Están bien bonitos y me los van a quitar, me pueden hasta hacer algo malo'», recuerda.

No hubiera sido el primero niño al que matan en El Salvador por unas zapatillas de tenis de marca. Si bien los asesinatos disminuyeron un 40% durante los dos primeros años del Gobierno de Mauricio Funes, el fin de la tregua que firmaron las maras, su involucramiento con los carteles de drogas y la aparición de los escuadrones de la muerte han vuelto a disparar las estadísticas más mortales. Las de robos o la extorsiones nunca descendieron.

Niños como el de Blanca no tienen escapatoria cuando alguna de las 25.000 maras que hay en El Salvador le echa la vista encima. El bautismo es una prueba de lealtad que a menudo exige matar. Y si el chico cambia de colegio, las bandas del otro asumirán que pertenece a la de su antiguo colegio. «Yo no sé qué le entró, le agarró una desesperación muy grande de venirse, nunca antes le había interesado», cuenta su madre. «Usted me dejó, ahora hágase cargo de mí», me decía. «Si usted verdaderamente me quiere, demuéstrelo y lléveme con usted, que yo aquí ya no puedo estar».

En manos de las mafias

Así es como la atribulada madre, que dejó al niño atrás cuando tenía un año y ahora tiene otras dos hijas de 6 y uno, contrató a un 'coyote' de Honduras, el país con más asesinatos del mundo, que hace tres años le arrebató a El Salvador el título de capital del crimen. De allí los niños salen por centenares. Para cuando cruzó la frontera de Guatemala con México, a Immer lo acompañaba una veintena de niños en el autobús. Poco después Blanca recibió una inquietante llamada de las mafias mexicanas, que le pedían 2.500 dólares (1.840 euros) a cambio de su hijo. «Yo les dije que sólo quería escuchar su voz, y ahí es donde el señor se enfadó. Me dijo: 'Tú no sabes con quién estás tratando ni lo que le hacen aquí a los niños de los que no pagan. Le sacan los órganos. Sobre tu conciencia va a quedar'».

Tal fue la desesperación de la mujer que, a pesar de no tener papeles, acudió a la Policía de California con su cuñada en busca de ayuda. Aunque sólo fuera por sus temblores, los dos detectives comprendieron enseguida que era una inmigrante ilegal, pero se compadecieron de ella. En cuestión de horas localizaron al niño en una cárcel mexicana de Chiapas y hasta lograron ponérselo al teléfono por el Día de la Madre. «Con todo lo preocupada que yo estaba por él, va y lo primero que me dice es: 'Mamá, yo voy a volver a intentarlo, y si usted no les paga voy yo solo, que ya me sé el camino, pero yo a El Salvador no vuelvo'».