La cuarta generación de los Collantes debe superar el reto de los cambios de hábitos que transforman el mundo del vino desde la provincia gaditana. :: FRANCIS JIMÉNEZ
sector vinícola

Primitivo Collantes: «En el mundo del vino hay mucho rollo: Angela Channing hizo bastante daño»

A sus 32 años dirige una de las bodegas más productivas de la provincia y abandera el cambio del sector: «Hay que arriesgar o esto se acaba»

CÁDIZ. Actualizado: Guardar
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Por alguna de esas reglas sin escribir, parece que las entrevistas más extensas que los periódicos suelen incluir los fines de semana deben tener como protagonista a una persona de cierta edad, con trayectoria. Como si el carácter biográfico fuera imprescindible. Excepto en el campo de los deportes y los espectáculos, resulta inusual que el personaje a escuchar sea joven.

Pero la voz de los contemporáneos resulta fundamental. Si los veteranos aportan perspectiva y experiencia, los noveles encarnan los conflictos en tiempo presente y las ideas venideras. Aún más en el caso de Primitivo Collantes, un empresario del vino que sólo cumple 33 años en mayo pero trata de mantener bien sana y reorientar una empresa con 125 años de historia.

Es bisnieto, nieto e hijo de homónimos que dirigieron la firma chiclanera y, sobre todo en vendimia, tiene a su cargo a decenas de trabajadores. Es, por tanto, joven y viejo al tiempo, como algunos caldos. También eso le convierte en excepción. Es inusual, en cualquier sector, que un gaditano de menos de 35 años pueda trabajar, en empresa propia o ajena, sin salir de su provincia natal. Formado en San Felipe Neri, licenciado en Empresariales por la UCA, siempre ha vivido a medias entre Chiclana y la ciudad de Cádiz. Recuerda que no es enólogo pero resulta radicalmente 'enófilo'. Creció con lo de antes y está obligado a dirigirlo hasta el futuro. Cree en la necesidad de cambiar pero se declara fiel al «sentimiento de la tradición, al respeto por la historia».

Conserva las reglas básicas con las que llegaron a Chiclana Primitivo y Tomás Collantes Lloredo, a finales del XIX desde el cántabro Valle de Iguña. «Vieron la oportunidad del negocio y ya se sabe como trabajan los chicucos, unas bestias. Además, entendieron enseguida que querían controlar todo el proceso, desde la tierra y las viñas propias hasta la taberna, pasando por supuesto por la bodega, todo, de principio a fin».

Lo que fue y lo que viene

Con esa filosofía primera debe afrontar los últimos retos. Ahora, Collantes tiene 39 hectáreas en Chiclana, de cosecha propia, con una tierra concreta, la albariza. Guarda una muestra en un tarrito que luce orgulloso. Y donde los demás ven tres piedras pálidas, el joven Primitivo ve todo un ritual: «Soy uno más entre los que trabajan pero con la diferencia de que mi obligación es estar pendiente de todo. Mientras que los demás se dedican a su tarea específica. Es normal». Lo que no le resulta tanto es ser joven, gaditano, artesano y empresario a la vez. Y llevarlo todo en la cabeza, en la boca y en la nariz: «Estoy obsesionado con los olores, voy por ahí como un perdiguero». Sabe cada nombre de cada elemento, el de la gravilla («arrocillo, por la forma») que protege de la humedad al albero y el de mil tipos de levaduras, el del color de la botella típica («negro ibérico»). Recuerda los grados de cada paso químico, casi llama a cada barril por su nombre de pila. Recuerda la marca de cada máquina italiana, «ésta es una Girondine», llegada antes de la Guerra Civil y las veces que se ha estropeado: «Ésta, una vez en 50 años».

Pero lo transmite todo de forma desenfadada, cercana. Se declara tradicional, prefiere procesos más lentos, menos tecnológicos: «porque dan sabores, sensaciones, que se perderían si metiéramos aquí una máquina que pareciera una máquina espacial. Ganaríamos tiempo, quizás algo de dinero, pero perderíamos otras cosas». Como máximo ejemplo de su mezcla de conocimiento técnico y naturalidad, defiende el tapón de corcho con una serie de argumentos sobre su resistencia a los hongos pero remata con un giro imbatible: «Además eran los mejores para remontar si te quedabas solo ante el portero jugando a los tapones. Eso, con los de plástico, es imposible».

Con todo, sabe que ese bagaje centenario debe ponerse al servicio de nuevos planes: «Hay que arriesgar o esto se acaba porque determinada forma de beber vino se ha perdido y para siempre. No va a volver».

Ese hábito, social, era el de las tabernas, el de los bares, baches, 'güichis', tabancos o bodegas, el de los abuelos que consumían los vinos de su tierra, los de la denominación de origen Jerez-Sherry; es decir, del fino al amontillado, del Pedro Ximénez al oloroso, de la manzanilla al cream. Caldos que se consumían a diario y a granel por una clientela que ya no está, con una pausa que ya no existe. «Bebían mientras cambiaban el mundo pero ya ha cambiado. Ahora se bebe vino de otra forma. Más rápido, siempre con la compañía de una tapa o un plato. El consumidor va al grano, quiere probar algo e irse a otra cosa o a otro sitio. Y eso en el caso del vino porque, sin copas de por medio, la mayoría de clientes va de uno en uno aunque estén en grupo, cada cual con su móvil, conectado a 'whatssap' o a una red social. Ya no existe aquella tertulia, aquella conversación, se ha perdido esa pausa necesaria... Es otro mundo y tenemos que adaptarnos. Es el que nos toca, con lo bueno y lo malo. No vale de nada quejarse y quedarse quieto».

La adaptación que resalta es pasar de los productos consolidados, casi eternos, a los nuevos. Del vinagre que consume «el 90% de las freidurías de la provincia» y el Fino Arroyuelo «que es el estandarte por calidad, por ventas y por prestigio» a nuevos saltos sin red como el Viña Matalián, un blanco afrutado, íntegro con uva palomino, con sólo 11 grados, creado para competir con vinos del tipo de Castillo de San Diego y los verdejos de moda. Apenas tiene un mes de vida y es el símbolo del relevo que el nuevo Primitivo Collantes debe dar: «Es un vino para poder tomar varias copas con una comida, que marida con todo. Menos alcohólico. Hemos hecho perrerías en las combinaciones con platos y va con todo, lo potencia, hasta con el guiso más contundente que se le pueda ocurrir a alguien. Es imprescindible que combine bien porque el vino, sin gastronomía, ya no se vende por sí mismo. Por eso el auge de las catas de maridaje. Ya es inconcebible pensar en vino fuera de la gastronomía.

-Pues como se sumen las pamplinas que hay en la gastronomía omnipresente con las de los entendidos en vino, el consumidor medio va apañado.

-Es verdad que en el mundo del vino hay mucho rollo. Siempre que hago una cata o hay que explicar algo, intento bajar dos o tres escalones el nivel de vocabulario. No vale de nada, no beneficia a nadie, decir los nombres técnicos de tres tipos de levadura para tirarse el pegote y que los que están escuchando no se enteren. Como en el chiste de Reguera, se dan codazos en plan 'pregunta tú, pregunta tú'. Se trata de acercar a la gente, de ganarla para el vino, de explicarlo de la forma más sencilla posible. Luego, si te quedas con dos o tres que controlan más, puedes hablar de otra forma, usar otras palabras pero espantar a los que no saben. Porque de vino no hay que saber tanto. Me cargan los que dicen que no saben... No hay nada que saber. Disfrutas o no disfrutas. Para sentir la música no es obligatorio saber tocar un instrumento.

-Luego está la literatura que rodea a este mundillo de las bodegas, que si culebrones, que si familias poderosas ¿Usted llegó a conocer personalmente, cara a cara, a Angela Channing?

-[Risas] Angela Channing hizo bastante daño. Claro que conocí la serie, recuerdo a los Gioberti, y todo aquello. La realidad es mucho más simple, claro.

-Pero el componente familiar, en todas las bodegas de la provincia existe ¿Su familia nunca ha perdido el control, la propiedad de la bodega? ¿Todos se han dedicado este trabajo?

-En cada generación hubo, al menos, uno que dirigió la bodega y nunca se perdió la propiedad. Pero también hay familiares que tiran por otro lado, claro. Sin ir más lejos, mi hermana optó por la Medicina. Es aficionada, le gusta, pero como a cualquiera, sin que sea profesión.

-¿Usted no es una especie de 'friki', un bicho raro entre los chavales de su edad? Eso del vino es menos popular que el cubata, el refresco o la caña.

-Mi abuelo me fue colando el mundo del vino sin darme cuenta. Me traía a la bodega, paseábamos. No me explicaba mucho si yo no preguntaba, ni me contaba cosas complicadas de fermentaciones ni nada de eso. Me fue dando coba, dejando que oliera, que viera esa penumbra y, claro, me gustó, me volví un loco de esto. Entre mis amigos, por supuesto, también hay otros gustos. La gente de mi edad forma otro mercado, distinto al de antes. Y hay que conquistarlo. Hay que atraerlo con vinos menos alcohólicos, más accesibles. Uno no puede llegar y darles a probar un fino, una manzanilla, un amontillado así, sin más, porque tienen una acidez, deben tenerla, una fuerza que puede echar para atrás. Pero si se va poco a poco, probando, entrando...

-Igual en ese movimiento de cambio, de adaptación, está el auge de los tintos de la provincia de Cádiz que parecen cada vez más y mejores.

-Es verdad que se están haciendo muchos y creo que cada vez mejores. Nunca es fácil hacer un vino, es un proceso delicadísimo, puede llover de más un solo mes y todo cambia. Hay que tener paciencia para que ese proceso avance. Y ha avanzado.

-No sea diplomático. Recomiende algún tinto gaditano que le guste aunque sea de otra bodega, competencia.

-No tengo problema. Los de Luis Pérez creo que han tirado de los demás. Se propusieron hacer un gran tinto desde el primer momento y lo lograron. Samaruco y Garum suponen un salto de calidad que ha beneficiado a todos los demás porque les ha hecho mejorar.

-¿Está de moda regresar a la taberna? Las reforman, reinauguran o estrenan en los cascos antiguos de casi todas las ciudades de la provincia.

-Nosotros lo vimos venir y hace dos años abrimos una propia, junto a la bodega. Pensada para servir tapas de chacinas, alguna conserva y tomar alguna copa. La taberna sí vuelve pero el hábito, el ritual de la vieja taberna, no. Ahora es fundamental el tapeo y es otro el ritmo aunque esté de moda recuperar el entorno, los barriles, la estética.

De los pocos que se quedó

-Más que por el vino, usted debe de ser un bicho raro entre sus amigos por trabajar en Cádiz a su edad.

-Es triste pero la verdad es que el 90% de mis amigos, de los compañeros de estudios se ha tenido que ir. Los tengo en Alemania, en Argentina, en Brasil. Muchos están también en Sevilla, en Abengoa, que parece tener un programa para recoger a gaditanos... Es una pena pero en Cádiz sólo se perciben cierres, quiebras, gente que se va al paro. No queremos ver que las grandes industrias, el metal, ya no van a volver, no van a crecer, no podemos competir ahí; hay que definirse por otro lado.

-¿Qué lado es ése por el que tiraría?

-El turístico, el cultural. Creo que no tenemos otro pero no terminamos de verlo, de creerlo ni de hacerlo. No es lógico que una ciudad turística tenga aún Canalejas y la verja del muelle sin abrir cuando en todas las ciudades parecidas es un bulevar hace años. No es lógico lo que está sucediendo con la Escuela de Hostelería o que el Museo Provincial cierre por las tardes. No queremos verlo de una vez. El comercio aún parece reticente con los cruceros. Ya sé que los cruceristas no te arreglan en un día, ni en muchos, la caja del mes pero si no abres, nunca entrarán más. En todos los negocios, para sacar algo hay que arriesgar antes. Y me da la sensación de que no terminamos de dar ese paso. Me da mucha pena y mucha tristeza ver cada día la situación que tenemos en Cádiz pero también creo que hay un potencial enorme. Tarde o temprano tendremos que darlo.