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Abuelos

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Antiguamente, hasta los abuelos duraban una eternidad. Como los buenos muebles de caoba, estaban hechos para llegar a ser muy viejos, para perpetuarse en la 'abuelidad' (si se me permite el término), que era el rango cronológico que a ellos les correspondía.

En la salita de tu propia casa, o en las de cualesquiera de aquellas otras donde ibas de visita, siempre estaba aquel señor que, reposado en su quietud y su perenne silencio, con las manos cruzadas sobre el vientre consumía las últimas hojas de su calendario frente a la pantalla de un televisor, esperando el aviso para la cena. Mi tía-abuela Agustina tenía su cama instalada en el centro de la sala de estar. Impedida por la enfermedad (aunque era extraño que por aquel entonces los abuelos enfermaran), en aquella especie de altar con cojines era objeto de respeto por todos los miembros de la familia. Allí resistió por encima de la centuria.

Ahora, como digo, los abuelos duran poco. Apenas finalizada su tarea de llevar a los nietos al cole, o incluso al parque los días soleados, manifiestan una pésima factura, sufren algún tipo de avería física y en poco tiempo desaparecen. Están los abuelos afectados de esa imposibilidad de arreglo que sufren todos los artilugios que supuestamente nos deberían hacer la vida más fácil.

Ni recuerdo cuántos años nos duró aquel primer aparato de televisión en blanco y negro de mi niñez que lo más que pedía, de año en año, era el cambio de una lámpara. A aquella primitiva lavadora de mi madre jamás le falló su rudimentario corazón. Al pequeño ventilador lo jubilamos más por cuestiones estéticas que por manifiesta incapacidad mecánica. El incombustible R6, ahíto de kilómetros su contador, jamás nos hizo la faena de dejarnos tirados en carretera. Era aquel tiempo en que las cosas debían durar para siempre, como los abuelos.

Hoy en día todo lo que compramos llega a casa bajo el marchamo de lo efímero. No digo ya los ingenios del campo de la informática que en cuestión de meses se convierten en verdaderas antiguallas, sino todo aquello que confía su vida al pulso eléctrico. Desde el teléfono móvil al vehículo de última generación, pasando por el microondas o la pantalla de plasma. Todo está diseñado para la inmediata avería y la pronta sustitución. En poco tiempo enferman y mueren, como los modernos abuelos.

Aunque ahora, como insospechado efecto benéfico de la crisis, algunos de ellos parecen haber recuperado su antiguo rincón en la salita. Lejanos nos resultan aquellos tiempos en los que se les dejaba abandonados en una gasolinera a falta de hueco en el asilo. Esperemos que de esta fugaz recuperación de la figura del abuelo se contagie el resto de los aparatos de los que pende hoy nuestra existencia. Sería éste un efecto benéfico de la crisis.