LA HOJA ROJA

AYLLÓN Y LA LOSA DEL BICENTENARIO

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En esto de la tradición judeo-cristiana del nombre o del nominalismo, hay cosas que son así porque sí, porque no pueden ser de otra manera y no nos queda otra que asumirlo y llevarlo como buenamente uno pueda. Por ejemplo, llamarse Cayetano y no molestarse por la coletilla que rima, o llamarse Pecino y ser alérgico a las avellanas es un sambenito con el que hay que acostumbrarse a convivir. En fin, que nadie elige sus apellidos -de momento-, ni su nombre. Y eso lo saben bien a quienes la fortuna les dejó la marca de la casa, sobre todo en esta ciudad tirando a pueblo. Hidalgo es a empanada como Romero a deportes; Tosso es a bolso como Ferreiro es a agenda. y Ayllón es nombre de mármoles, qué quieren que les diga. No tiene la culpa el nuevo y bienintencionado presidente del Consorcio del Bicentenario, pero tendrá que cargar con este peso añadido -por si fuera poco el peso que se le viene encima-, y comportarse como aquel García-Baquero al que todo el mundo felicitaba por sus quesos.

No es un secreto a estas alturas, que esto de la conmemoración ya se ha convertido en una losa, en un asunto un tanto incómodo desde el punto de vista económico. Buscar ahora responsabilidades y culpables está fuera de lugar porque las circunstancias por las que atraviesa el país no son precisamente para tirar cohetes y mucho menos para echar al viento fuegos de artificios. Es el tiempo de la contemporización, del todo está bien, del se hará lo que se pueda, del se ha hecho lo que se ha podido, en fin, el tiempo de las excusas, para qué vamos a andar con correcciones, si todavía no hemos elaborado ni el primer borrador de las disculpas. Es el eterno retorno, no me cansaré de decirlo. Porque si a dos meses escasos del 19 de marzo andamos así, con la ciudadanía a años luz, -«la gente no está muy informada, y ahora mismo sólo piensa en el Carnaval», decía una señora el otro día- y con las administraciones a la sombra, no nos queda otro remedio que volver al pasado para ver si aprendemos de los errores del Centenario, o para ver si escarmentamos aunque sea en la ajena cabeza de nuestros antepasados.

El primero de febrero de 1912, El Contribuyente, periódico político independiente lamentaba la lentitud con que avanzaban las obras de urbanización previstas en la ciudad «unas veces por el mal tiempo y otras por distinta causa, adelantan bien poco, y llegará Marzo, sin que la población esté urbanizada, y las fiestas no podrán efectuarse con el esplendor debido». Cien años, no lo olviden, no es el periódico de antesdeayer. El redactor imploraba, casi, la ayuda estatal para evitar que las fiestas resultaran «deslucidas y pobres» anunciando la visita de una «comisión a Madrid, a ver si los altos poderes se deciden a ayudarnos como deben en la gloriosa y patriótica conmemoración». Algo parecido le pedían a José Luis Ayllón en su primera visita, que no defraudó, por lo menos en sinceridad al decir que sería una auténtica temeridad liarse la manta a la cabeza con la que está cayendo, y dejó abierta la puerta de la continuidad en los proyectos ya iniciados, que dicho sea de paso, no se sabe del todo cuáles son. El 16 de febrero de hace un siglo, se hacía público el programa de actos para la primera semana grande el Centenario -la otra sería en octubre- que se resolvía con un reparto «entre las clases necesitadas de bonos de pucheros y pan», -no tomen ideas, por favor- la procesión cívica, la llegada de Moret, la misa de réquiem y la visita al mausoleo de diputados doceañistas, bailes, fuegos de artificio y «las procesiones de la Semana Mayor a las que se dará gran suntuosidad». No hagan comentarios, por favor, no se trata de hacer sangre, sino de evitar la hemorragia.

Porque para qué negarlo, asumir la dirección del Consorcio del Bicentenario, así, de pronto, no puede ser plato de buen gusto para nadie, y por eso debemos desearle a Ayllón que la suerte le acompañe. Como salvar los muebles del incendio debería en este momento ser la mayor preocupación del presidente, quien no dudó en afirmar que la financiación «no es el problema que más me preocupa». Afirmación que tiene, como todo, dos lecturas según veamos la botella medio llena o medio vacía. O hay dinero y no hay programa, o hay programa y no hay -como todos sabemos- dinero. Por este último camino me decanto. Sobre todo, porque el mensaje de Ayllón fue directo, «hacer más con menos». Una máxima que podrá estar muy bien para la moda, para el interiorismo, y para Ana Obregón pero que suena a apaño cuando se refiere a una programación a la altura de lo que se conmemora. Ojalá -y lo digo de corazón- me equivoque. Sería entonces la primera en entonar el mea culpa en el Tedeum, de verdad.

Lo que pasa es que ya nos sabemos de memoria la historia del Centenario, y sabemos que no se aprende de los errores. Y también sabemos que del dicho al hecho sólo quedaron las lápidas -de mármol, por cierto- del oratorio de San Felipe y un regusto a fracaso que nos dejó mal sabor de boca para cien años. El 2 de octubre -en la otra semana fuerte de los festejos- publicaba El Contribuyente: «La decoración de la plaza de la Constitución y plaza Isabel 2ª nos resulta elegante, no así el arco de esta última y como a nosotros le acontece a muchos, que lo han calificado como el sepulcro de doña Inés». Al final, todo se reduce a lo mismo, a mármoles y a lápidas. Vaya por Dios.