Editorial

El esperado regreso de Putin

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La cumbre anual conjunta del FMI y del Banco Mundial proyectó mensajes poco alentadores tanto sobre las perspectivas económicas en los países desarrollados como respecto a los recursos y medidas de los que pudieran disponer las instancias internacionales y los gobiernos para enfrentarse a las incertidumbres financieras inmediatas. Viendo imposible ahuyentar los peligros de una nueva recesión, el encuentro se convirtió en un foro propicio para formular recomendaciones a los demás y eludir responsabilidades propias. El secretario del Tesoro estadounidense, Timothy Geither, emplazó a la UE a establecer «cortafuegos» que impidan una «cascada de quiebras». La directora-gerente del FMI, Christine Lagarde, advirtió de que la institución que lidera no cuenta con los fondos precisos para afrontar un eventual empeoramiento de la coyuntura mundial. Todo ello después de que el director para la eurozona del FMI, Antonio Borges, aconsejara una auditoría externa sobre la solvencia de la banca española y de que el propio comisario europeo de Mercado Interior, Michel Barnier, apuntara la necesidad de recapitalizar determinadas entidades financieras también en España. La fluctuación bursátil de las últimas semanas, que se ha movido entre caídas vertiginosas y rebotes que aliviaban parcialmente la desazón inversora, ha incrementado las dudas sobre lo que nos espera en las próximas jornadas. Tampoco las declaraciones bienintencionadas que clausuraron la cumbre de Washington, mostrando su confianza en el esfuerzo europeo, permiten atenuar la inquietud que sus mismos protagonistas han generado con anteriores manifestaciones. La vicepresidenta Salgado no acertó más que a considerar innecesaria la auditoría externa sobre la banca española. La renuencia de las economías emergentes a solventar los problemas de déficit y deuda que aquejan a las desarrolladas y el dilema que afecta a ambos lados del Atlántico sobre priorizar la estabilidad presupuestaria o procurar mínimos de crecimiento a costa de un gasto y de una inversión pública hipotecados genera efectos paralizantes a los que contribuyen las agendas políticas y partidarias de cada país.

Vladimir Putin fue aclamado ayer como candidato de Rusia Unida a la elección presidencial del próximo marzo en Rusia y fue propuesto como tal por el presidente de la República, Dimitri Medvèdev, lo que confirma que el pacto entre ambos funciona a pleno rendimiento. Medvèdev será primer ministro en su lugar. Durante este tiempo hubo algunos indicios de que el jefe del Estado deseaba más autonomía política y personal y de que el arreglo no significaba necesariamente un fácil regreso de Putin, y hasta se anotaron diferencias entre ambos. Todo en vano: Vladimir Putin, quien desde hace once años controla el aparato del Estado de la gigantesca Federación Rusa, lo tenía todo atado y bien atado. Y Medvédev ha jugado su papel. La hegemonía de Rusia Unida, una especie de conglomerado variopinto, autodescrito como «nacionalista de centro», es tal que la única oposición genuina es el residual, aunque vivo, Partido Comunista y los activistas anti-sistema, valerosos defensores de un cambio genuinamente democrático. El acuerdo confirma la persistencia del clientelismo político y el gusto de los ciudadanos por las fórmulas autoritarias. Todo muy ruso, muy sabido y bastante penoso.