El diestro francés Sebastián Castella cita a su segundo toro de la tarde. :: ALFREDO ALDAI / EFE
Sociedad

Una monumental corrida de El Pilar

Se llevó un trofeo, mientras que José María Manzanares y Sebastián Castella se fueron de vacío El Cid, el único en sacar partido en una tarde de toros espléndida

BILBAO. Actualizado: Guardar
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La corrida de El Pilar fue espléndida: el porte, la presencia, la seriedad. Cuajo descomunal pero no desproporcionado. Casi 600 kilos de promedio. Un mayúsculo sobrero jugado de tercero bis puso de su parte casi cien kilos más de la cuota; en contraste, el segundo, envuelto en otro papel, no parecía de Bilbao aunque lo fuera. Justito el quintal. Le faltaban las chichas de los demás.

Corrida espectáculo. La más brava en el caballo de toda la semana. El toro que se devolvió por descoordinado, el tercero, fue el primero que estuvo a punto de comerse un caballo de pica y de empotrarlo en tablas. El sobrero que se soltó en su puesto romaneó con una ligereza sorprendente: se le estuvo columpiando en los pitones y contra las tablas un caballo bayo valiente y domado que al fin hizo vanos los épicos intentos del piquero Pedro Chocolate por sujetarse como fuera los dos. Cayó de bruces y no de costado, que es como suelen derrumbarse los caballos de pica.

Con suave diligencia y la ayuda de tres monosabios científicos, Alain Bonijol, dueño de la cuadra, puso en pie al caballo asiéndolo del ramal como con pinzas. En la segunda visita el toro tronchó la vara de picar por la mitad y volvió a derribar. Con la ventaja ahora de tener al picador sin lanza ni manos. Cuando iba a ensañarse la pelea de toro y caballo caído, apareció la punta del capote de El Cid en un quite sobresaliente para despejar la zona de combate.

A partir de entonces, todas las llegadas de los toros a los caballos de pica se esperaron y celebraron como acontecimientos. El cuarto, que salió con fiereza, se arrancó con estrépito en la primera vara y derribó con tanto poder como el tercero o más. De nuevo Bonijol y su gente controlaron y recompusieron la escena como si nada. En la segunda vara metió el toro los riñones. El quinto, que iba a resultar en juego el de más dudosa nota, también atacó en el caballo en las dos varas con inconfundible fiereza. Y el sexto, con entereza aún mayor. Sin hacerse de rogar: en cuanto vio de frente el caballo de Barroso hijo se fue por él como un bólido, se encajó de lado y apretó de verdad. Hasta que se cansó.

Acelerado

No es común ver vestido a un picador con azabaches en lugar de galones y golpes de oro. Barroso llevaba una casaca de color grana y los bordados de azabache. En Bilbao ha estado esta semana llegado desde Jerez su señor padre, Alfonso Barroso, maestro de caballistas y picadores: 75 años, en perfecto estado de revista y evocando las glorias de Bilbao, El Gallo, Juan Belmonte, Antonio Ordóñez y Manzanares padre. Y orgulloso en silencio de su hijo José Antonio: el octavo de los ocho que tiene, y el único que ha seguido su oficio. «Hay que picar no como diga el maestro, sino como tú lo sientas», dijo Alfonso Barroso el otro día. Y así picó su hijo al sexto toro de El Pilar, que era un monumento y fue, además, de los buenos de esta corrida tan singular.

Completísimo el primero: codicia, nobleza, fijeza, entrega, resistencia. Si en vez de primero es cuarto o quinto, le dan la vuelta al ruedo. «Guajiro», número 100. Aceleradito El Cid, oficio para medirse y no sufrir ni verse desbordado, pausas para el aliento, faena a menos por falta de acople con la izquierda, una estocada.

Manzanares lo toreó con carísimo primor y con valor del de verdad. Pero se pasó de faena. El cuarto fue de notable nobleza pero sin el ímpetu apasionado del primero. Por fuera lo trajo y llevó El Cid sin descararse ni proponerse del todo nada. Otra estocada excelente. El sexto, que llegó a enterrar a pulso los pitones en un volatín completo, fue toro muy bien toreado y templado por Manzanares y, si se soltaba, volvía de largo con una potencia estremecedora.

Los dos del lote de Castella fueron de otra forma: el segundo, algo apagado, quiso menos que los otros. Castella lo toreó con rigor geométrico y sabia paciencia. No llegó a la gente el mérito de la faena. Ni su música interior. El quinto se paró y fue el único. Castella sentado en el estribo para abrir, tan firme como suele para aguantar impertérrito los paroncitos del toro antes de llegar a jurisdicción o justo al hacerlo. En otra corrida habría contado el doble. Sonaron cinco avisos. Casi dos horas y media. Una exageración.