Cavendish se anota con autoridad su cuarta victoria de etapa en este Tour. :: EFE
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«Aún puedo ganar el Tour»

Mientras Voeckler se tacha y Evans dice que Samuel es el «más fuerte», Contador anuncia que atacará en los Alpes

MONTPELLIER. Actualizado: Guardar
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En Francia se saluda con tres besos. Muá, muá y... Para cuando la desprevenida y guapa azafata del podio giró el cuello para darle a Cavendish el tercer beso por su cuarto triunfo de etapa, el británico ya se había ido. Así de rápido es. Visto y no visto. Y la azafata allí colgada, con los ojos cerrados. Se quedó con las ganas, como Farrar, Petacchi, Oss y Rojas. A Cavendish le dan dos besos por victoria. Tiene ya un cesto: cuatro etapas en lo que va de Tour y 19 en total. Y aún le queda la cita en París con la azafata. Dejó el tercer beso porque tenía prisa. En el hotel le esperaba su novia, Peta Todd, modelo de contundentes imágenes en topless. Más besos. A pares.

El carmín que Cavendish desprecia lo añoran otros. José Joaquín Rojas, por ejemplo. Al murciano se le ensanchan las venas del cuello cuando le citan al británico: «En el Aubisque no sé si subió remolcado, pero en Luz Ardiden, sí. Y no es ninguna sorpresa». Es una vieja acusación que persigue al más rápido: también en el Giro Ventoso le tachó de tramposo por agarrarse a los coches. Y en este Tour Gilbert ha pedido una cámara de vigilancia sobre la nuca de Cavendish. Creen que les roba los besos.

El británico se pica cuando les oye. «Yo acabo las etapas con las piernas, no con las manos». Se pica siempre. Cuenta uno de sus mejores amigos, Andrew Roche, que el esprinter más rápido del mundo está enganchado a un videojuego, el Tourist Trophy, basado en la famosa y arriesgada carrera de motos que atraviesa la Isla de Man. Cavendish tiene el récord de puntos en su cuadrilla. Y cuando alguno le supera, agarra los mandos y no ceja hasta que vuelve a ser el mejor. Como ayer en el sprint de Montpellier. El más veloz. Dos besos y cuatro etapas ya.

«Voy a velar para que el Tour se corra con pedales», zanjó la cuestión Christian Prudhomme, patrón de la carrera. No quiere líos. Está feliz con un líder francés. Voeckler es un imán para la audiencia. Enarbola la dignidad de su ciclismo. Con el maillot amarillo hace cosas que no creía poder hacer. Francia quiere que gane este Tour. «No vale con querer. Hay que poder. Y yo tengo el cero por ciento de posibilidades de llegar el primero a París», admite el líder. Francia no le escucha. Y sus rivales no se fían. Voeckler es un mimo. Un encantador de serpientes. Este Tour aún es tierra de nadie. A la espera del Galibier, los favoritos siguen tanteándose. No se atacan, pero hablan, lanzan mensajes interesados.

Limoux, salida de la decimoquinta etapa, es una ciudad de teatro y carnaval. De máscaras. Todos se esconden. Dice Evans que «Samuel Sánchez es el más fuerte». Critica Basso a los Schlek por atacar de mentira. «Así no le van a ganar nunca a Contador». Y el madrileño, vivo aún, siente que empieza a tener la Grande Boucle de su parte. «He dormido bien. Las piernas van bien. En Plateau de Beille estuve a punto de...». De dar. «Metí dos veces el plato, pensé en arrancar, pero...». Respuestas con puntos suspensivos. Así está el Tour. Aunque a Contador se le escapa una frase redonda, con punto final: «No voy a llegar a París con la duda de lo que hubiera pasado si ataco». Está claro: Contador quiere el cuarto. «Aún se puede ganar. Ahora también es rival Voeckler. Va a costar quitarle cuatro minutos. Aunque el máximo rival es Evans». Dos minutos y una larga y quebrada contrarreloj final le separan del australiano. Contador siente la llamada del Galibier.

Todavía nadie le ha dado un beso en este Tour. Ni etapas ni liderato. «He estado a la defensiva». Ayer también. Fue una jornada extraña. Salía de Limoux hacia la silueta medieval de Carcassonne. De la montaña hacia el mar que roza Montpellier. Cuesta abajo y con el viento a favor. Con ráfagas de más de 60 kilómetros por hora. Cuchillo aéreo. «Ha habido muchos nervios», suspiró Samuel Sánchez. El Languedoc-Rosellón es una secuencia de viñas, castillos y pueblos pardos maquillados de hortensias y lavanda. Los ciclistas ni lo vieron. Temían la salida de cada pueblo. «Cuando acaban las casas, el viento te da de costado y hay que estar delante», contó Contador. Silencio, estrechamientos, bordillos, velocidad y miedo. Por una vez nadie se cayó. Tras la tensión pasó lo previsto, el sprint.

Los cinco escapados ya sabían que iba a acabar así. Terpstra, Dumoulin, Ignatyev, Delaplace y Delage se marcharon en el kilómetro dos y a dos kilómetros del final fue cazado el último, Terpstra. Se lo había advertido Eisel, uno de los lanzadores de Cavendish, en la salida de Limoux: «No dejaremos que nadie coja más de cuatro minutos». Lo clavó: la máxima ventaja de los fugados fue 4.15 en el kilómetro 80. De ahí a cero. A ver el sprint de Montpellier, que resumía el día: lanzado por el viento. Los velocistas tricotaban pedales. Molinillos. Renshaw apareció tras Hondo. Y tras él, su protegido, Cavendish, más rápido que nadie. Ni le dio tiempo a la pobre azafata para el tercer beso.