Sociedad

EN ALGÚN LUGAR HAY QUE DETENERSE

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Por fin se van a establecer límites a los insultos, incluso a los más comprobables, en las impunes tertulias. Unos señores, entre los que generalmente no abundan los silenciosos huéspedes de nuestras bibliotecas, hablan y hablan por no callar y por cobrar. Esa forma de impunidad verbal va a ser tardíamente corregida y se propone descartar el insulto en las tertulias radiofónicas, lo que sin duda disminuirá el número de oyentes. Las palabras quedan, ya que a todas no puede llevárselas el viento. Un ruidoso periodista adicto, lo que implica una contradicción de términos, ha sido condenado a indemnizar a una de sus víctimas. El Juzgado de lo Penal número 8 de Madrid debiera haber especificado que su dictamen no es sólo por insultar, sino por hacerlo mal. Para zaherir a alguien, justamente, no se requiere únicamente tener mala leche, sino tener talento, pero hay numerosos cretinos televisivos a los que los dioses sólo han favorecido con el primer atributo. Sustituyen el ingenio por la zafiedad y en vez de hablar, largan.

Lo peor no es que insulten, sino que insultan mal. Es lo que se lleva y, por lo tanto lo que más atrae el público en general, aunque le entre por un oído y se niegue a salirle por el otro. Calumnia que algo queda. Agraviar a alguien no está al alcance de todas las fortunas mentales y estos lenguaraces, que residen en las antípodas de la perspicacia, prefieren el rebuzno al ladrido del doberman. «Lengua sin manos, ¿cómo osas hablar?», se lee en el Poema de Mío Cid. Los charlatanes televisivos se han excedido tanto en las atribuciones que ellos mismos se han concedido que los jueces tienen que pedirles cuenta por sus palabras. Manejan mal los adjetivos y no es lo mismo llamar a alguien idiota, que es que padece esa tara, que imbécil, que etimológicamente necesita báculo, o estúpido, que viene de estupefacto. Todas esas acepciones son aplicables a algunos de estos impetuosos muchachos que cobran por injuriar y por denigrar. Forman parte del juego.