Sociedad

Esas maravillosas croquetas

La Pensión de Ana Mari, un personal restaurante de Villaluenga, hace realidad el viejo dicho de 'comer como en casa' Las estrellas del bar de los Franco no guardan más secreto que el de cocinarlas con esmero

CÁDIZ. Actualizado: Guardar
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Me lo recomendó un día el escritor José Manuel Benítez Ariza y clavó la descripción. «Es como si comieras en casa de tus padres, hace 20 años». El boca oído es su principal publicidad, para que más. Comer en la pensión de Ana Mari es una experiencia difícil de olvidar. Es complicado encontrar sitios con tanta personalidad, donde tengas la sensación de estar comiendo en una casa familiar de hace 30 años.

La carretera entre Benaocaz y Villaluenga vale ya cualquier viaje. El paisaje es el mejor tratamiento del mundo contra el estrés. Son pocas calles. Lo mejor es dejar el coche junto a la quesería de los payoyos, ya de camino caes en la tentación y te llevas alguno. Subes algunas cuestas y llegas a la plaza principal, la plaza de la Constitución. Un discreto cartel anuncia el establecimiento. Entras y se te aparece una barra anclada en el tiempo. Podría haber servido perfectamente para rodar un capítulo de la serie 'Cuéntame'. En la trastienda, el estanco del pueblo que regenta también la misma familia. Te saluda Diego Franco Narváez, 78 años. Todavía le gusta estar por el negocio que ahora regenta su hija Ana Mari.

En la primera estancia destaca un teléfono sobre un estante adornado con un pañolito de encaje. Ya sabes que aquello es diferente. Preguntas si puedes pasar al comedor. Tres mesas grandes, cubiertas con una tela verdosa más bien gordita, de esas que metes las piernas debajo y se acabó el frío. Mucho mejor que Corberó. Encima un mantel de hule. En la estancia, con vistas a la cocina, hay también dos pequeñas mesas para parejas. En las paredes, platos de cerámica. La estancia la presiden dos grandes alacenas aún con su completo ajuar dentro.

Ana Mari, 59 años, la hija de los fundadores del establecimiento, dice que una vez «un hombre que vino y que sabía de estas cosas nos dijo que tenían que ser antiquísimas, por las bisagras que decía que eran de un sistema muy viejo». Las puertas de la estancia no se quedan atrás. Pintadas de beige oscurito tienen llamativos dibujos de formas cuadradas.

Las paredes sí han sido restauradas y se les han colocado azulejos, pero están bien puestos y consiguen mantener el ambiente de serenidad que reina en el local. La estancia la preside un televisor, éste sí de última tecnología. Delante de él, es la hora de las noticias del mediodía, come una familia. No piden la carta. Ya saben muy bien lo que hay. Papá toma sopa y la niñas han pedido un pollo con papas fritas. Almuerzan mientras siguen atentos a la televisión, como en cualquier comedor de casa.

Monumento culinario

Ana Mari se acerca de vez en cuando para ver como va la cosa y para anunciar el postre. Hay natillas con galletas, arroz con leche, flan y fruta del tiempo.

A nosotros, como somos nuevos, sí nos traen la carta. Viene dentro de unas tapas de polipiel, en marroncito claro. Veníamos advertidos de que había que pedir croquetas. «Media ración, Ana Mari, que queremos probar más cositas». No sabes muy bien porqué, pero sin conocerla de nada ya la llamas por su nombre. Pedimos cerveza, nada de barril, dos quintos de Cruzcampo, eso sí, perfectamente fresquitos. La nevera de la casa, a pesar de que es de los años 70, se mantiene en funcionamiento. Quizás porque también la cuidan como si fuera de la familia. Todo, a pesar de que se le notan los años, está «muy escamondao».

En el salón huele a puchero y cuando un comedor huele a puchero ya sabes que algo bueno va a ocurrir allí. Pedimos albóndigas y Ana Mari nos pregunta si las croquetas, la estrella de la casa, las queremos con patatas. La pregunta tiene su porqué y es que uno de los platos de éxito de la pensión son las croquetas del puchero con su fritá de papas al lado y un buen huevo frito de campo para coronar el monumento.

Ana Mari se vuelve a acercar esta vez portando una bandeja, de las de desayuno, cubierta por un pañito de flores perfectamente planchado. Allí transporta los cubiertos, que también tienen sus quinquenios. Los coloca cuidadosamente en una servilleta de papel de color rosita pálido. Al poco vuelve a aparecer sonriente con las croquetas, las albóndigas y un revuelto de papas y chorizo.

Llega otra familia a comer y otra pareja con niño pequeño. Para el chiquillo piden otra de las especialidades, unos garbanzos con verduras, una especie de cocido que lleva habichuelas verdes, zanahorias y patatas. Ya fuera de la olla, le colocan una rodaja de chorizo y otra de morcilla para adornar el plato sopero, un detalle de glamour. La madre le estruja al niño al cocido y éste, con la primera cucharada para dentro, pone una cara de felicidad inmensa.

Pan de leña

En la mesa de al lado piden venado y conejo. Todo lleva papas fritas. Ana Mari dice que son dos especialidades de la casa, como la carne en tomate.

En la pensión se disfruta con la vista, con el paladar. Para el segundo cabe mención aparte para las croquetas. Son del puchero, del que olía bien. Ana Mari se resiste a dar la receta exacta. Son muy finitas, como canutillos y 'de escuela', crujientitas por fuera y cremosas por dentro. Ella dice que la clave está en poner mucha carne del puchero y que todo vaya «muy picadito».

Las aprendió a hacer de su madre, Ana Barragán Gutiérrez, que ya tiene 78 años y que todavía gusta pasearse por su cocina. En la pensión, la cocina es igual que la de cualquier casa. Comunica directamente con el comedor y está abierta de par en par. No hay secretos. Muebles de madera, una mesa de trabajo y, como única diferencia, una cocina de ocho fuegos, donde hay, perfectamente ordenadas, pequeñas ollas donde se van calentando los guisos. Las croquetas se hacen, como las papas, en una freidora doméstica.

Otro detalle para el paladar, el pan de telera de la panadería de Vicente, el hermano de Diego, el fundador de la pensión de Ana Mari. Vicente tiene 73 años pero sigue haciendo pan a diario. Lo hace en horno de leña pero a la antigua usanza. Sobre el suelo del horno se pone la leña y se prende. Cuando se ha consumido, se barre cuidadosamente la estancia y se coloca el pan que se cuece sobre el suelo caliente. El resultado es espectacular, casi al nivel de las croquetas de Ana Mari.