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Política y bombilla

Si en las calles hay luces de colores, te entran una ganas compulsivas de gastar dinero

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El alumbrado navideño tal vez responda, no sé, a una añoranza más o menos colectiva del país de las hadas: andar de noche por calles tornasoladas de escarlata y de azul, de amarillo y de verde; mirar hacia arriba, hacia la luna de los duendes lunáticos, y ver una guirnalda fantasiosa en vez de un cielo compacto y negro como la boca del lobo que pretendió comerse a Caperucita. Pero no todo es magia en esto del alumbrado navideño, sobre todo porque la gestión de ese alumbrado corresponde a los gobiernos municipales, que la única magia que practican consiste en gastar más dinero del que disponen, lo que tampoco deja de tener su mérito. A veces, las noticias intrascendentes, esas que apenas ocupan una columnilla medio arrumbada del periódico, tienen la capacidad inesperada de ofrecernos la esencia de la realidad, que suele ser una esencia complicada y exótica.

Una de esas noticias informaba hace poco de que el alcalde de derechas de un pueblo gaditano, con el beneplácito incondicional de su equipo de gobierno, había suprimido -lo que se dice suprimir: ni una bombilla- la iluminación navideña: «Ante el panorama económico, hay que tomar decisiones valientes», y es verdad que parecía una decisión valiente la suya, en especial si se tiene en cuenta que sus votantes naturales suelen ser muy de belén y capirote, muy de saeta y villancico, entre otros folclorismos teológicos. «Un aplauso para el alcalde antibombilla», se dijo uno. Pero había que seguir leyendo, claro está, y allí aparecía el portavoz del partido de izquierdas poniendo el grito en el cielo y exigiendo al equipo gobernante que rectificase aquella «decisión absurda». Les confieso que algo así como 264 signos de interrogación se abrieron al instante en mi mente, que no está ya para esas bacanales de incertidumbres. La reacción del presidente de los comerciantes era más previsible, y el hombre no dejó de manifestar su «sorpresa e indignación» (que es un sentimiento doble y estandarizado, y sin duda bastante doloroso) ante la decisión municipal. Por lo visto, si en las calles hay luces de colores, te entran unas ganas compulsivas de gastar dinero, lo que añade al asunto un matiz un tanto demoníaco: las luces navideñas se pagan con nuestros impuestos y esa inversión pública en alumbrado nos induce a gastar más dinero, como si fuésemos Ayuntamientos en vez de personas.

Por su parte, el representante de la izquierda más a la izquierda de la otra izquierda se limitó a formular una sospecha razonable: que la decisión del equipo de gobierno no respondía a ningún afán de ahorro, sino a la negativa de la empresa concesionaria a instalar el alumbrado a causa de los impagos acumulados. Ay. «¿Así es la política?», se pregunta uno. No, así es, más bien, la vida misma, este malentendido minucioso, con sus luces y sus sombras. E incluso con sus bombillas.