Sociedad

LOS GIGANTES PEQUEÑOS

CRÍTICO DE TEATRO Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Tachado en muchas ocasiones de misógino, lo cierto es, que la aportación y universalidad de las obras del comediógrafo francés Molière, están muy por encima de esa lectura injusta y superficial. Títulos como 'Las mujeres sabias', o 'Las preciosas ridículas', le granjearon mala reputación entre quienes creían que este autor era un simple escritor de situaciones graciosas. La capacidad de Molière para retratar las excentricidades, excesos, obsesiones y frustraciones de personajes hundidos en un mundo dominado por las apariencias, ha transgredido toda época hasta convertirlo en uno de los más importantes dramaturgos de toda la historia. Supo retratar con inteligencia lo frágil del ser humano en su dimensión social. Pasarán siglos y Molière seguirá representándose gracias a su interesante visión demoledora del ser humano expuesto ante el ridículo de sus propios vicios, y su ceguera ante obviedades que lo convierten en blanco de todo tipo de burlas. Singular también fue su concepción de un teatro inmerso en lo fársico, y por tanto, en lo cómico.

En la propuesta de Jorge Lavelli falta, más que ninguna otra cosa, comicidad. Una de las razones por las que Molière es tan socorrido entre profesionales y amateurs, es porque el ingenio de sus textos es tal, que parece que basta con recitarlo para hacer reír al espectador. Cuando la comicidad exigida por las obras de este autor no se consigue en escena, el resultado puede ser desastroso, o como en este caso, ceniciento. Este deslavazamiento en el montaje del director franco-argentino es casi incomprensible pues su amplio y reputado curriculum le hacen a uno esperar una propuesta mucho más arriesgada e innovadora. No es comprensible tanta referencia hacia lo grisáceo: desde los muros practicables, pasando por el vestuario, el maquillaje y la iluminación. Si la idea era crear un mundo decadente, se consigue, pero sin existencia de contrapunto alguno en la totalidad de la obra, cuya factura es francamente buena. La participación de Galiardo es prometedora pero no logra transmitir, ni por error, el carácter obsesivo de Harpagón, tal pareciese que con su sola presencia pausada, redicha e imponente le fuese suficiente para crear a su personaje. En el reparto cumplen con lo mínimo exigido todos por su vitalidad y energía sin más; aunque afortunadamente sobresalen con algo más que disposición, Tomás Sáez y Manolo Caro. Estos dos actores consiguen sacar la cabeza del tiesto grisáceo que empaña todo el espectáculo, que no se acerca ni un poco siquiera al tono de comedia necesario. Mención aparte merece la música de Z.Krauze, que arroja un poco de vitalidad al espectáculo. Lástima que a lo gigantes Galiardo y Lavelli, les haya quedado aún más grande la excelsitud de Molière.