opinión

La agenda

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De todos los libros que escribimos quienes tenemos la temeridad de hacerlo, el único que vale la pena y las penas es ese librito donde constan las direcciones y los teléfonos de los amigos. Mi agenda ha adelgazado mucho. Cada vez le quedan menos hojas, aunque tengan los mismos árboles. ¿Cómo poner una cruz al lado de cada nombre que ya no puede contestar si lo llamamos? Sería de pésimo gusto y nos lo podrían reprochar si se enteraran. Mi agenda es un camposanto. Os lo juro por estas que son cruces interiores. «Amo a los muertos porque son de mi bosque», dijo un poeta que murió muy pronto, pero lo sigo viendo a pesar de los árboles que ya no están. Últimamente se están agrupando. En sueños no sólo hablan entre ellos, sino que discuten amistosamente en una imposible tertulia. Hay gente que falta y gente que nos falta. Se fue Curro Garfias hace unos días. Con él, y con la sombra de Juan Ramón adherida, recorrí mucha España en un homenaje a aquel fraile al que llamó «madrecito» la padraza Teresa. Ahora se ha ido Berlanga, que era un genio irónico y vital, que no decía que no a nada. Anduvimos juntos por aquellos colegios mayores, cuando María Jesús alborotaba con su belleza frutal a los más respetuosos muchachos. También por los cafés de la época, que tenían los espejos con memoria y recuerdan cómo Rafael Azcona y él urdían los guiones del cine español que no aceptó nunca que le condenaran al cadalso.

Sé que desvarío. Ya tendré tiempo para verlo todo más claro, cuando comprenda al que hizo la nada, sólo moviendo su mano derecha. ¿Por qué se congregan tantos amigos que acaso no se conocieron? Rafael de Penagos se cita con Eduardo Alonso en el Café Varela y Alejo García queda conmigo para ir a los toros con Manolo 'el Pollero'. Todos se llevan muy bien en mi agenda de direcciones. Qué reunión podría organizar yo en calidad de candidato a ser uno de ellos si me contestaran al teléfono, pero no hay manera. O están muy ocupados o no les da la gana.