Creando. Juan Ángel González de la Calle muestra una de sus últimas series en su estudio jerezano. :: J. C. CORCHADO
REPORTAJE

EL ARTE, EL HUMOR Y LA MEMORIA

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Juan Ángel los compra en el mercadillo. Debe de tener cientos. Hay figuras de Playmobil, bailarinas de plástico, soldaditos, pins, mecheros y personajes de anime. También uno de esos perros ridículos que cabecean sin ton ni son en el salpicadero de los coches. El pintor, por las mañanas, le da un toque rápido en la nuca, a ver qué predice el oráculo. «Si el chucho dice que sí, es que me espera un buen día». La estantería surrealista, repleta de figuras y juguetes, cruza una de las paredes del estudio. Es la única concesión, bastante moderada (a tenor de las rarezas que se estilan), a la excentricidad.

Porque Juan Ángel González de la Calle 'parece' un hombre normal. No lo es, en la medida en que no puede serlo alguien que imagina y crea de un modo tan espontáneo, pero él se empeña en recoger el genio y sólo deja que salpique, de vez en cuando, la conversación. Un hombre normal, entonces, que viste como un hombre normal, con zapatillas, vaqueros lavados a piedra y un jersey de cremallera por el que asoma la boca rebelde de una botella de Coca Cola; un hombre normal, eso sí, que se hace preguntas extrañas y que se las responde pintando, por ejemplo, a Stalin rodeado de pingüinos en mitad de La Caleta.

Su única extravagancia, como apunta el poeta José Mateos, es que carece de extravangacias. Juan Ángel dice que ya se le pasó la edad de disfrazarse, y que prefiere dedicar todo su tiempo (hasta 14 horas diarias) a 'investigar' formas e ideas en ese cuarto saturado de bocetos, pinceles y latas en el que también hay sitio para un sofá azul y algunas pesas. Ahora que bordea el medio siglo se está planteando «poner un pie, o pie y medio, o quizá los dos» fuera de España. Más que el riesgo, le asusta el avión. «No tengo miedo a la muerte (aunque no quiero morirme, claro), ni tampoco a las alturas, y sin embargo me da miedo volar. Hasta para ir a Madrid tiro de pastillas». Sus dos próximas etapas, a modo de entrenamiento psicológico, serán las ferias de Lisboa y Londres, donde participará con sendas exposiciones individuales que prometen seguir ahondando en la 'vía distópica', la última de las obsesiones creativas a la que aún le queda bastante provecho por sacar.

El autor distópico

Suena complejo, pero no lo es tanto si es él mismo quien lo explica. «La distopía, básicamente, consiste en situar objetos y personajes fuera de su contexto, en entornos y paisajes que no les corresponden». De entre la baraja de cuadros que se apilan en un rincón del estudio, Juan Ángel saca uno de ellos para ilustrar la teoría.

Óleo sobre lienzo. Interior de una casa. Dos puertas separadas por un pequeño aparador y el retrato plano de una niña. Una de las puertas conduce a un pasillo oscuro. La otra deja ver a un boxeador negro, en pose de ataque, que acaba de tumbar a su contrincante, del que sólo se distinguen los botines. El ámbito doméstico como ring. Hay otros: un carboncillo y óleo sobre papel, con dos masais pastoreando una manada de pinguinos en La Antártida; o 'Lennin en la cascada', en el que el 'pater' comunista está a puntito de despeñarse por una catarata.

Las obras de Juan Ángel González de la Calle son divertidas, pero no son un chiste. La diferencia es la misma que media «entre una sonrisa y una carcajada». El objetivo final de las piezas no es provocar hilaridad, ni siquiera provocar, sino sencillamente enfrentar a estos protagonistas descolocados a una realidad distinta a la suya. «Sin traumas, sin dramatismos». Ni siquiera, en sentido estricto, es una crítica, aunque tampoco deja de serlo.

La distopía no es un concepto nuevo, aunque De la Calle sí le aporta una forma de vivirla (de transitarla) rotundamente natural. «En América se asocia a algo agresivo, pesimista, catastrófico. La trabajan los mexicanos Carlos Amorales y Santiago Sierra, entre otros; en la Europa de Maurizio Cattelan y Carlos Pazos, el asunto deriva en parodia: El Papa, destripado por un meteorito; o Hitler, vestidito de tirolés, en misa de domingo; o Copito de Nieve, de rodillas, rezándole a la Virgen de Montserrat».

El psiquiatra Luis Salvador Carulla, «amigo y analista», argumenta que la distopía de González de la Calle es genuina, porque «esa geisha que vemos en medio de una cola de pinguinos emperadores no es un sueño, es absolutamente real. Ella está en la Antártida, que a su vez está descongelándose como el cubito de hielo de un gin-tonic. ¿Pero qué hace allí? Evidentemente no va a alimentarse de krill. Los masais están realmente en los Alpes suizos, pero no están allí para escalar nada. Caminan por ese paisaje con otro propósito, como los emigrantes recién salidos de la patera en la playa de Bolonia, entre turistas escandinavos, kite-surferos, 'maris' y ruinas romanas».

Retratos descabezados

El artista está de acuerdo en que sus distopías no producen ni alborozos ni disgustos. «Más bien un cierto sentimiento de ternura, de empatía, de humanidad». Indagando en esa misma línea de creaciones, De la Calle se ha topado con hallazgos «que se salían del propósito original, si es que alguna vez lo ha habido». Pero el pintor no teme a los caminos que el propio proceso le abre, y así es posible encontrarse con series distintas, dentro de la misma noción. Juan Ángel busca de nuevo un cuadro, en otro de los montones que se apilan contra la pared. La pintura reproduce uno de esos retratos familiares de los 50-60 en los que el progenitor gasta traje gris marengo, la madre posa con ánimo protector y los chiquillos, entaquillados para la ocasión, están deseando que acabe el suplicio para liberarse de los rigores del vestido de gala y los zapatos de charol. Todo resulta plácidamente sencillo y responde a cierta lógica interna, salvo por el pequeño detalle de que el artista ha decidido amputarle la cabeza al padre. «Le preocupaba tanto su familia que ha terminado por perderla», explica.

El humor como herramienta

En esa línea de piezas algo más sombrías que sus 'Stalins' y sus masais, las que parecen contagiadas de la luz sucia de la postguerra, hay una especialmente curiosa. Se trata del salón de una casa antigua, presidido por la clásica efigie en plano americano de la abuela. Igual que antes, el ámbito es cotidiano, incluso reconocible. Pero nadie sabe exactamente por qué la señora ha querido pasar a la posteridad con la cara cubierta por una máscara de lucha libre.

Esa atracción por lo que está «apaciblemente fuera de lugar» es, como toda obra artística, una respuesta a algo. Juan Ángel admite cierto sesgo autobiográfico «porque nunca he dejado de bucear en mi memoria ni de explorar mi entorno, personal y social».

Carulla defiende que el sentido del humor es la complejísima herramienta que el pintor utiliza para «moldear sus recuerdos, trastocar lugares comunes y etiquetar a sus personajes fetiche». Y añade: «Esa pátina de humor da un aire amable a toda la obra de González de la Calle que aumenta la rareza y el atractivo de sus cuadros». «La dialéctica que Juan Ángel establece entre memoria y humor es absolutamente propia».

El arte como defensa, como arma para exorcizar los miedos. «No hace falta ser Freud para saber que algo de eso también hay», reconoce. Y cuenta una de esas anécdotas que bien sirven para justificar una vocación. Dice que una tía suya, siendo él aún bastante pequeño, se presentó una mañana en casa con una cabra. «Me entró el pánico nada más verla. Así que me subí corriendo a mi cuarto y me puse a dibujarla. Entiendo que me pareció un triunfo». Disponer de ella. Reinventarla.

Protegerse y rebelarse. Pero sin provocaciones gratuitas. Sería una estrategia que, según Salvador Carulla, de todas formas no le saldría. «Un día decide retratar santos usando figurantes redomadamente ateos, y lo veo imaginando una horda de guerrilleros de cristo rey haciendo tea de su obra. Sin embargo, lo que obtiene es una cola monumental de gente esperando para ver sus santos, y otra más monumental aún de ateos redomados deseando que les haga uno de esos retratos hagiográficos. Gente que no querría una sotana cerca ni en pintura, se muere de pronto por aparecer en arrebato místico ante su cámara y su pincel».

El psiquiatra se refiere a una de sus series más conocidas, 'Oficios', en la que aparecen pintores, galeristas, poetas, familiares y amigos, imbuidos de espíritu religioso, a veces con sus túnicas y sus aureolas, como mártires paganos, recreando medio Santoral. La lista va por 140 voluntarios, y los siguientes, según parece, serán Javier Bardem y Penélope Cruz.

También sigue a vueltas con la idea del mito, la que le llevó a encerrar a Goku en una vitrina. «La religión, el fútbol, los personajes de la tele. El penúltimo ídolo levantado de la nada es Belén Esteban. Veremos lo que dura».

No deja de crear («de vez en cuando el matiz definitivo, la clave o el cierre de una pieza se me ocurre por la noche, cuando ya estoy en la cama, y no puedo evitar levantarme y pintar) ni de exponer. Su obra viene de Berlín y ya está en Seúl. Él, por ahora, no la acompaña. «No sé si he dicho que me da miedo a volar», insiste. Viendo sus obras cualquiera lo diría.