TURISMO INTERIOR

Si bien es cierto que el Gobierno no encuentra soluciones para nada, también lo es que las busca para todo. Los turistas extranjeros, que en un tiempo venían no sólo a cambiar de aires, sino a cambiar de moneda, empiezan a ser menos tanto en calidad como en cantidad. Muchos no dejan más que un buen recuerdo, aunque ligeramente inferior al que se llevan. «Ave de paso, garrotazo», dice uno de los sórdidos refranes acuñados en nuestro hospitalario país. De todos modos, aunque los que vengan de fuera se hayan reducido casi a la mitad, su presencia es más deseable que la de los nativos, porque gastan casi un tercio más. Los españoles que se mueven durante el verano han adquirido durante el invierno la condición de parados y deben mirar por el dinero que no tienen. El turismo interior, si bien se mira, también ofrece sus ventajas: no hay que comprar maletas, ya que basta con una tartera.

En las playas acampan tribus cariñosísimas. Las madres terribles les gritan a sus hijos, pero debe quedar entendido que siempre lo hacen por su bien. Se traen comida abundante, para que no les falte de nada, convencidas de que el apetito no va a faltarles. Lo que se ahorra en los viajes se invierte en mortadela. Los propietarios de los hoteles y de los restaurantes no acaban de comprender por qué hay familias que prefieren enterrar una sandía en la orilla para comérsela fresquita a pedir un helado para degustarlo a la sombra, pero estos turistas están impidiendo que se hundan las estadísticas de visitantes. Quizá sea verdad eso de que no se viaja por viajar, sino por haber viajado. Fernando Pessoa, que se movió muy poco, ya que veía el horizonte en el mármol de su mesa en el Viejo Café, habló del tedio de lo constantemente nuevo. Al gran poeta no le gustaban ni los trenes, ni los aviones, ni los navíos. Estaba persuadido de que los viajes son los viajeros y lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos. Como consuelo no está mal. Y no es caro.