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La lectura del verano

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Justamente para este tiempo veraniego, en el que los minutos discurren con mayor lentitud, les propongo que lean alguna obra clásica. Ya sé que, en la literatura, igual que en el arte, en el pensamiento y en la biología, para, simplemente, mantenernos vivos, son necesarios los cambios, la evolución, la renovación y el progreso: vivir es sobrevivir y escribir es crear. Estoy de acuerdo con los que afirman que la mera repetición produce cansancio y genera aburrimiento. Pero también es verdad que, para crear, es indispensable apoyarse en los cimientos de las conquistas ya realizadas. Por eso, para inventar algo nuevo, necesitamos releer las obras maestras.

¿No es cierto -me dice Ignacio- que cada vez son menos los que aprecian el valor de los clásicos y no es una pena que escaseen tanto los que se emocionan leyendo en griego, por ejemplo, a Homero, a Píndaro, a Platón y Aristóteles, o en latín a Virgilio, Catulo, Cicerón y a Horacio? Le respondo que me conformaría con que los escritores leyeran, de vez en cuando, sus traducciones. Pero lo peor es -me contesta él- que tampoco leemos a nuestros poetas, escritores y pensadores actuales. Esta carencia de maestros tiene como consecuencia, a mi juicio, que, sintiéndonos lo bastante listos y autosuficientes, frivolicemos sobre la belleza, sobre la bondad y sobre la verdad. Para muchos de nosotros, lo único sagrado son las marcas y las modas, y, en consecuencia, nuestras conversaciones son triviales porque carecen de enjundia y nuestros escritos son superficiales porque están faltos de sustancia espiritual o sea, están vacíos de virtudes morales y de sensibilidad estética.

Ésta es una de las razones que explican lo arbitrario y lo efímero que son algunos de los libros que triunfan durante unos meses. Mientras que los que asientan sus conocimientos en la lectura de los clásicos, esos segundos padres que, según Freud, suplantan al biológico y se alimentan con una sabiduría viva, profunda y sencilla, esos guías, esos exploradores a los que deberíamos seguirles el paso para no quedarnos aquí, estancados. Su lectura es la mejor -¿la única?- senda para educar nuestro gusto, para disfrutar con los placeres que emanan de unas obras que mantienen su poder curativo y su fuerza reparadora. Se trata, en resumen, de que nos decidamos a interrogar a los textos clásicos con el fin de devolver a nuestra vida cotidiana su nobleza, su verdad y su belleza.