LA ESPERANZA COLECTIVA 20 2

Un acto de refundación histórica

CÓNSUL DE LA REPÚBLICA ARGENTINA EN CÁDIZ Actualizado: Guardar
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Entre las posibles aproximaciones teóricas al proceso que comprende la negociación, la redacción y la adopción de la Constitución de 1812, he valorado de interés presentar una reflexión considerando a este acontecimiento como un acto baustismal de refundación histórica.

En aquellos aciagos tiempos de las invasiones napoleónicas, cuyos representantes políticos y ejecutores militares paradójicamente declaraban ser portadores de una civilización nueva fundada en «las luces de la razón universal», el pueblo español asumió la plenitud de su soberanía política presentándose ante el mundo como el responsable inalienable de su viabilidad histórica.

En los tiempos en extremo difíciles es cuando los pueblos resultan víctimas de desafíos trágicos, pero decisivos para su futuro; la forma de asumirlos y la actitud para resolverlos alejan o dan cuerpo a la posibilidad de protagonizar acontecimientos sublimes para su propia historia.

La Constitución de 1812 debe ser considerada, por la circunstancias de su adopción y por la intención de sus responsables, un acto bautismal porque inaugura una nueva época en la historia española; un tiempo que, aunque en parte resultaría mutilado por futuras contrariedades reaccionarias, abrió la dimensión de esa historia con sentido ciudadano y alcance popular.

Fue asimismo un hecho sin retorno con alcance de refundación, salvo las demoras siempre desatadas por las Parcas de la barbarie, porque implicó la asunción por parte del pueblo de su protagonismo político, sin intermediaciones desvirtuadoras o interferencias extrañas.

«La Pepa» evidencia esa coincidencia elemental donde el tiempo del desafío y la realidad vital del pueblo cristalizan tras creativo esfuerzo en un instrumento jurídico fundamental pero a la vez innovador y, con ello, provoca su proyección ejemplar hacia el resto del mundo. El paradigma de la Constitución de 1812 no solo vivifica el espíritu de resistencia (y reconquista) en la península contra el invasor napoleónico, sino que sus valores cardinales animan a los criollos ubicados en los territorios de la América «Latina».

El posterior comportamiento reticente del monarca al ser restituido en su corona con respecto a los derechos y las garantías consagrados en 1812 fue un motivo propiciatorio por el que, gran parte de los españoles y americanos de los territorios trasatlánticos, decidieran tomar distancia del rey y asumir el proceso independentista. En este sentido, cabe recordar que la independencia de los pueblos americanos no comienza en 1810, cuando los gobiernos en aquellos territorios de ultramar fueron asumidos con un criterio de lealtad hacia la unidad del Reino que se consideraba propio, aunque se encontrara temporalmente colapsada por la invasión francesa. Los procesos independentistas en la América española comienzan años después ante la actitud autoritaria de la metrópoli que exigía la condición imposible de renunciar al camino de la refundación histórica y popular iniciada en 1812.

Con su reacción libertadora, los pueblos americanos hicieron recordar la actitud de los españoles que, reunidos en Cádiz, exigieron el reconocimiento para ellos y no para mediadores extraños ni putativos mandatarios de su carácter de protagonistas, declarándole al mundo su capacidad para consumir no solo los «arrabales», sino y decisivamente la dimensión sustantiva de la historia.

Tragedias posteriores que sufrieron los españoles y padecieron los americanos dejaron en suspenso por tiempo considerable derechos y garantías postulados en 1812. Como si cada pueblo debiera atravesar victorioso la pasión del laberinto que con su propia sangre levantan sus enemigos internos, antes de recibir el amparo de esa morada definitiva que comienza en la convivencia y termina en el desafío de protagonizar su propia historia.

Tengamos a 1812 en nuestra conciencia a modo de reivindicación de lo propio ante lo extraño, la libertad ante el poder, lo valioso ante lo fácil. Defendamos a 1812 como el símbolo de un pueblo cuando asume la responsabilidad de escribir por sí y no por otros los trazos, a veces dulces, en ocasiones amargos, de su propio destino.