REFUGIADOS

El infierno, al otro lado del televisor

Cuatro vecinos de Puerto Serrano reúnen y llevan ayuda humanitaria a Idomeni

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En el país de las excusas, en un continente rico en justificaciones –ese que vuelve a vivir avergonzado de sí mismo, en el que ya pocos quieren estar juntos–, aún hay gente ajena a la resignación. En uno de los pueblos más pobres de una de las comarcas más pobres de una de las provincias más pobres de ese continente, cuatro personas decidieron reunir lo que pudieran. Algún alimento, algún material y dinero, todo el que pudieran. Puerta a puerta, llamando al timbre de vecinos tan tiesos como ellos, cargando coches viejos, quitándole tiempo a los suyos, a lo suyo, para llevarlo al trastero del mundo incivilizado, allí donde el orgulloso occidente trata de parar lo imparable. Sueña con que los asustados por la guerra se vuelvan por donde vinieron, que desaparezcan.

Esos cuatro gaditanos se dirigieron al nuevo infierno en la tierra –el último en inaugurarse de los mil que suelen estar activos desdehace 20 siglos– llamado Idomeni. Suena de los informativos pero dejará de sonar. Y de doler. Cambiará de lugar y de nombre. Pasará desapercibido. Como todo dolor, se calmará.

Para intentar que no pase y que pasen, cuatro voluntarios de la provincia, de la Sierra, de Puerto Serrano, saltar al otro lado del televisor, dejar de suspirar pena en el sofá y escribir tuits bonitos. Daniel Pérez (periodista, exredactor de LA VOZ y exreportero de Vocento), María Luisa López (trabajadora social), Alejandro Ramírez (camarero) e Isabel Gómez (psicóloga) son esos soñadores ejemplares que decidieron despegarse la comodidad y ver la incomodidad de cerca. La mitad de los cuatro está en paro. Cogieron lo reunido y salieron el sábado 19 de marzo hacia la frontera grecomacedonia. Isabel y Daniel, que relata el viaje, regresaron el pasado 28. Los otros dos lo hacen hoy.

A la hora de enviar todo lo reunido se plantearon «un contenedor o incluso alquilar una furgoneta y que Alejandro llevara el material. El problema es que hay muchísimas trabas burocráticas y los voluntarios que ya están allí nos comentaron que cada vez es más complicado, que cada vez piden más papeles. Las autoridades no quieren que aquello se haga permanente. Estábamos en contacto con voluntarios que trabajaban en Lesbos, en El Pireo, en Idomeni. Les preguntamos qué necesitaban y nos dijeron: manos. Así que decidimos ir, no enviar».

Entre que lo decidieron y salieron pasó una semana: «Por redes sociales anunciamos nuestra intención de ir a Idomeni. Hicimos unas camisetas y unos broches, para vender, para no ir con las manos vacías y llevar efectivo. Pero la cosa se nos fue de madre. La gente de Puerto Serrano agotó las camisetas tres veces. Y luego mucha gente nos hizo donativos. La voz se corrió hasta otros pueblos y se volcaron Grazalema, Bornos, Villamartín, Arcos, gente de Cádiz, de Conil, de San Fernando. La gente de Alcalá del Valle fue casa por casa con huchas y recaudó más de 2.000 euros. Todas esas iniciativas salían de la gente, nosotros no pedimos nada más allá de vender las camisetas y chapas. Fue espontáneo». Ya en Atenas, en El Pireo, los cuatro serranos encontraron «salas de espera de ferrys abarrotadas, sin baños ni duchas, sin ningún sistema de distribución de comidas, tiendas de campaña en los puntos de atraque, en los jardines, en almacenes abandonados. 5.000 personas dependiendo exclusivamente de la ayuda de voluntarios. Ninguna presencia oficial, institucional… Todos dependen para comer de lo que los griegos les acercan. Ese día compramos una furgoneta de fruta para los niños que repartieron voluntarios españoles que ya llevan un mes en Grecia y conocen el procedimiento para hacerlo de forma, digamos, justa y segura».

Antes de llegar a Idomeni ya les advirtieron de que aquello era «una masa de refugiados sin ningún tipo de control». Salieron al amanecer de Atenas. «El día que llegamos, dos chavales se habían quemado a lo bonzo por desesperación, delante de los policías y los periodistas».

Idomeni es «una estación medio derruida, las vías del tren, un almacén de repuestos que amenaza caerse, un enorme hangar en una vía muerta en la que supongo que se hacían reparaciones. Todo eso junto a un arrozal, un tipo de tierra que se empapa cuando caen cuatro gotas y se convierte en un lodazal. Acabas de barro hasta las rodillas. Todo lleno de tiendas de campaña, tenderetes improvisados, gente durmiendo en coches sin ruedas que alguien dejó allí hace años», describe Daniel Pérez.

«Es un ejercicio de crueldad premeditada de los gobernantes. Quieren meter miedo para que no lleguen más»

Hay unas montañas cerca, ya en Macedonia, nevadas, y de allí baja un viento helado que achicharra la cara. Han vuelto todos negros. No es por el sol.

«Bajamos a las cinco de la mañana. Paseamos entre las tiendas. Dentro sólo se oían las toses de los niños. Muchos enfermos con pulmonía e infecciones respiratorias. Queman cualquier cosa para calentarse: plásticos, cartones, madera vieja y sucia que suelta un humo negro irrespirable. Unas 18.000 personas dejadas de la mano de Dios. Allí están Acnur, desbordada, y Médicos sin Froneras con un hospital de campaña para 1.500 personas y que no da abasto. La comida es escasa y con colas de seis, siete horas».

Los grupos de voluntarios ¬–relata el gaditano– se autogestionan. A las nueve de la mañana hay una reunión en el Park Hotel, en Policastro, y se dividen los papeles: unos reparten fruta, otros hacen té, otros buscan mantas. «La sociedad civil ante la desidia, premeditada e injustificable, de las administraciones. Hay americanos, coreanos, polacos, alemanes, franceses, noruegos y muchos, muchos españoles. Y gente de allí, griegos de a pie, que aportan lo que pueden todos los días». En la frontera misma, los refugiados exigen que se abra la reja. Hay sirios, pero también iraquíes y afganos, kurdos que sólo tienen lo puesto. Muchas familias muy numerosas. Mucha viuda de guerra que carga con tres o cuatro hijos y no sabe cómo hacer cuatro colas a la vez porque las dosis de comida son individuales y cada una precisa varias horas de espera. Mucha gente que se despierta sin saber cómo le va a dar de comer a sus hijos. «En Europa, en un pueblecito como el mío», resume Dani. «Los voluntarios nos dijeron que los niños necesitaban proteínas». Los gaditanos gestionaron un porte de 900 kilos de plátano (de las frutas más calóricas y protéicas) que repartieron entre los niños por la mañana junto a un grupo voluntario autodenominado Team Banana.

Luego hicieron portes de fideos, zanahorias, azúcar, galletas... «Íbamos distribuyendo por las tiendas en las que veíamos que las familias estaban más necesitadas, según las orientaciones de los voluntarios que llevan allí más tiempo». Y mucha ropa, sobre todo zapatos. Hay muchos niños descalzos en el barro. Eso supone heridas e infecciones, pulmonías. «Los médicos nos dieron una lista de medicinas necesarias. No podíamos comprar el 80% porque no somos médicos ni teníamos permisos. Hicimos una batida por las farmacias de la zona. Agotamos el bisolvón, para la tos de los niños».

Y no paran de llegar refugiados. Familias sin tienda que duermen al raso. Dos de los cuatro gaditanos tienen pasaporte y se la juegan cruzando a Macedonia durante un festivo nacional en Grecia. Compran carritos. Las mujeres saben que tarde o temprano tendrán que cruzar a pie regiones, puede que países enteros, con hasta cinco niños pequeños. Y pelotas de plástico para que los críos jueguen al fútbol. Alejandro Ramírez fue futbolista profesional. Llegó a jugar en el Betis. Entre porte y porte, les daba juego a los niños. Necesitan distraerse. Pese a vivir en el infierno, lo primero que dicen es: «¿Españoles? Messi. Cristiano».

Después viene lo peor: volver. Regresar con ese dolor dentro, con la impotencia, con la sensación de haber sacado un vaso de agua de un gigantesco barco hundido, lleno de gente. «Cuando vuelves, ya sabes cómo se llaman los niños, conoces las historias de las familias y no te traes ninguna esperanza. Ahora son algo más que una foto en el periódico o diez segundos de informativo. Está pasando en un país como el nuestro. Es un ejercicio de crueldad premeditada de los gobernantes. Quieren que otros vean eso para que no sigan llegando. Meterles miedo a los que puedan venir detrás».

Hay que regresar al sofá y la comodidad, seguir con la rutina. Las toses y los llantos, con alguna risa también, metidos en la mollera. «Ya de vuelta, hay que seguir, tengo que llevar a las niñas al cole, tengo que escribir informes, me estoy sacando un máster y me acaba de llegar una multa de un radar. Todo sigue. Pero cada pocos minutos recuerdas que ellos siguen allí. Y eso no podemos cambiarlo ni Ale, ni Luisa, ni Isabel, ni yo», confiesa Daniel Pérez casi con lágrimas.

Al menos, estos cuatro humanos y –a través de ellos– miles de sus vecinos lo han intentado._Es mucho más, muchísimo más, de lo que pueden decir millones de ciudadanos europeos. Y, sobre todo, sus representantes. Porque sí les representan.

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