Imagen de archivo de Jack White.
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El rock es él

Un fiero Jack White arrasó Madrid presentando su primer álbum en solitario a la vez que recordó su brillante pasado reciente

MADRID Actualizado: Guardar
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En la gira actual de Jack White siempre se puede hablar del concierto que fue y del que pudo ser. El músico de Detroit tiene el coraje -y los recursos- para llevar a cabo una de esas ideas que sólo parecen factibles a altas horas de la madrugada: se lleva dos grupos, uno femenino, el otro masculino, y el día del concierto elige cuál de los dos le acompañará. En Madrid los escogidos fueron los chicos, The Buzzards (Los Buitres), decisión que marcó la actuación: apabullantes decibelios, fuerza bruta y también maestría a la hora de facturar rock potente y clásico que a ratos parecía revivir el espíritu de Led Zeppelin. ¿Cómo hubiera sido con las chicas? Probablemente más folkie, aunque por lo visto en algunos vídeos tampoco andan cortas de energía.

La de White, a sus 37 años, es una carrera atrevida y frenética, alejada de los ritmos que se le suponen a una estrella del rock del siglo XXI. Además, su obra aún no tiene mácula aparente. “Todo lo hace bien. Todo, menos los cortes de pelo”, comentaba socarrón uno de los asistentes. Los conciertos de la primera gira en solitario de Jack White sirven no sólo para presentar su notable debut, Blunderbuss, sino para recordar a sus grupos anteriores, desde The Dead Weather a Raconteurs (espléndida Steady As She Goes), con especial énfasis en los White Stripes: sonaron cerca de diez temas del grupo que formó con Meg White, su ahora exesposa. White y sus buitres superaron el embarullado sonido de la sala La Riviera a fuerza de volumen y energía, como la que ponía Daru Jones, el tremendo batería, y el propio White, uno de los mejores guitarristas de rock del nuevo siglo. Se diría que ellos dos hubieran podido actuar solos, como unos White Stripes resucitados, pero estaban acompañados por instrumentistas también meritorios y un corista que imitaba a la perfección la voz de su líder.

Tras un ruego desde el escenario para que el público se abstuviera de grabar y fotografiar con sus móviles (el músico está chapado a la antigua hasta para eso), el concierto comenzó fiero, sin tiempo para calentar, con Sixteen Saltines y una Dead Leaves and the Dirty Ground más dura que en la versión original de los White Stripes, una tónica que se repetiría durante hora y media, con excepciones como el punto country de Hotel Yorba o el blues de Hello Operator. White apenas habló con el público, tan serio y concienzudo como parece siempre, ocupado únicamente en trepanar tímpanos con su guitarra. Y así lo hizo hasta el final, unos bises que alborotaron al personal con interpretaciones salvajes de Freedom at 21, de Blunderbuss, y Seven Nation Army, una canción con una segunda vida como himno futbolero, muy apropiado el día en que el Atlético de Madrid celebraba en la ciudad su Supercopa europea. Las 2.000 personas que agotaron las entradas salían a la calle a las 23.30 con peligrosos zumbidos en los oídos pero satisfechos: habían disfrutado del artista que mejor ha sabido actualizar el legado del rock clásico, con integridad y sin mimetismos.