En la ventana de la izquierda se sentaban los cómicos, a la derecha los poetas. / E. MEGÍAS
sociedad

Tertulia a sorbos

Un café entre fantasmas. Cela, Fernán Gómez, Umbral y ahora Alexandre, el Gijón pierde los nombres que forjaron su leyenda

MADRID Actualizado: Guardar
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En la primera mesa a la derecha entrando por la puerta del café no se sienta nadie. Al otro lado del cristal, enmarcado por dos cortinas impregnadas de humo circula el torrente sanguíneo del paseo de Recoletos de Madrid como un río de taxis, turistas y corbatas. El tiempo se ha detenido antes de cruzar el paso de cebra hasta el arbolado lleno de japoneses. Sobre la mesa de mármol componen un bodegón una jarra de agua con doce claveles rojos, una servilleta y una fotografía de Manuel Alexandre sonriendo desde vaya usted a saber dónde. A sus pies, una cartulina doblada en dos con un lazo negro advierte 'Mesa reservada'. El conjunto se erige en su sencillez simbólica como un monumento funerario al pasado, cuando ocupaba la escena un té con leche, una sonrisa y el cuerpo menudo de Manuel Alexandre. El actor fue contertulio insigne del Café Gijón de Madrid, un espacio de pensamiento en vías de extinción, si no extinto para siempre, poblado de los espíritus de los que ya no están.

«Póngame lo mismo que tomaba Alexandre». Cae un café con leche, caliente y sin espuma, a 3,70 euros. Todos miran de reojo el marco con la fotografía del difunto. Hubo un tiempo en el que sobre ese mármol de la primera mesa bullía la tertulia de los cómicos. En esas mismas sillas sentaban sus legendarias posaderas figuras como Fernán Gómez, Tito Fernández, Álvaro de Luna y otros tantos grandes. Más allá la de los pintores, y allí la de los poetas que ocuparon Lorca, César González Ruano, García Nieto y antes Ramón y Cajal, Pérez Galdós y Valle-Inclán. Sucedió cuando entre las paredes de madera del Café trabajaba y se divertía la neurona de la intelectualidad española en un larguísimo y fecundo latido de más de un siglo de ingenio.

Alexandre falleció esta semana en Madrid a los 92 años y antes de echar el telón no dejó pasar un día sin cruzar el umbral del Café en el que ya no se oye «¡Lo de siempre, Manolito!» Al otro lado de la barra atienden las mismas casacas blancas abotonadas con las charreteras coloradas a juego con las cortinas, pero se sonríe menos.

En una de las mesas almuerza un generoso pincho de tortilla y un refresco Arturo Pérez Reverte, que mira hacia la mesa de los cómicos y arquea las cejas. «Melancolía». Es el día de los recuerdos en el paraíso de las historias para recordar, como aquel día en que el escritor supo de su primer éxito de ventas, allá por los 90, con 'La Tabla de Flandes'. «Les envié a la mesa de Manolo una botella de champaña y nos dimos un abrazo. Era un tipo de una amabilidad deliciosa».

Pérez Reverte nunca fue miembro de las tertulias, sí un cliente asiduo del local que pisó por primera vez con 18 años, cuando era un periodista que se buscaba la vida. «Entré como el que entra a una catedral, a tomar algo y poner la oreja para escuchar lo que se decía. Por medio de algún amigo los comencé a conocer y no me atrevía ni a abrir la boca. Hoy a mis 59 tengo la edad que tenían ellos entonces y me siento muy raro cuando dicen 'Mira, ahí está Pérez Reverte' porque no quedan muchos más. Eso me pone triste».

Fernán Gómez, Umbral, Buero Vallejo... El saldo de contertulios pasados a mejor o peor vida es interminable. El escritor deja sobre el plato el tenedor y hace la cuenta. «Miro a mi alrededor y sólo veo fantasmas que los chavales de ahora no ven. Esto es un recuento de soldados después de la batalla. Han caído muchos en el combate sangriento de la vida».

Las hazañas bélicas permanecen. En la conversación se cuela la telefonista que reinaba en el rincón del bar, aquella mujer que había estado en un convento y que había adquirido a lo largo de su vida una considerable mala leche. De ella se narra que una tarde pasó a voces una llamada para Francisco de Quevedo ante las risas del personal. Otra noche en que pregonó «una conferencia para Pepe García Nieto», el poeta, obviando el 'Don José'. «¿Se refiere a mí, señora?», respondió airado el miembro de la Real Academia de la Lengua. «Sí, es para ti, gilipollas», le respondió ella.

Algunos años después, Pérez Reverte esperaba con la sola compañía de los camareros del Gijón su designación como académico. Mientras votaban, se le acercó uno de ellos y le soltó una frase lapidaria: «Mire, hubo un tiempo en el que era más difícil conseguir una silla en las tertulias del Gijón que un asiento en la Academia». Esa noche tuvo los dos.

A Manuel Alexandre le dieron su sitio el destino y un gusto casi renacentista por las artes, además de las maneras. El actor entró en el Café en 1941 como proyecto de escritor, recomendado por Fernando Fernán Gómez, cuando los grandes editores se rifaban a las nuevas plumas enseñando los fajos de billetes. Lo apadrinó el propio García Nieto, pero pronto Fernán Gómez lo enganchó para el espectáculo. Encontró su sitio en la mesa de la ventana en la que hoy está su retrato, cerca de Alfonso el cerillero anarquista, que no se sentaba pero que era parte del grupo y que prestaba a los clientes cuando llevaban pedidos demasiados vasos de agua y no hacían gasto.

Y nunca más se fue. Allí fue joven promesa, artista maduro y anciano, hasta esta semana, cuando se hizo humo. Hace tres meses llegó al local maltrecho por los años del tiempo y a paso de anciano recorrió los once pasos que separaban su mesa del baño, que eran para Manuel Vicent como su «viaje a Ítaca» poblado de criaturas extraordinarias. Alexandre tuvo que pedir la mano de un camarero para salvar el escalón a los servicios. Hizo la siguiente visita junto a una señora latinoamericana que lo cuidaba. «Vaya chavala más maja que te pasea por Madrid», bromeraron sus compañeros de chanzas. Nunca más volvió. «Era nuestro cliente más antiguo, uno de los últimos mohicanos». Habla José Bárcena, que entró a trabajar en la casa en 1974 y aún recuerda con claridad el rincón en el que se sentaba Gerardo Diego el día en que se caló la casaca.

«El Café Gijón era el escaparate por el que pasaba la vida y la intelectualidad», recuerda el autor del libro 'Un escritor con bandeja en el Café Gijón'. En su discurso se cuelan sin un orden cronológico -para qué- pensamientos, corrientes artísticas, proyectos, anécdotas y un ambiente propio la Posada del Almirante Benbow de Stevenson a la madrileña y en pleno siglo XX.

Culo de avispa, lengua de veneno

«Las tardes eran buenas, pero esas noches oníricas eran indescriptibles. Estaban los artistas, los pensadores, los galanes del cine, la bohemia montando el número y las putas de lujo con las sisas rotas, por medio, de remate», cuenta Bárcena. Completaban el cuadro las musas de mesa, una figura que inauguraba a principios del siglo pasado Madame Pimentón, la inspiración de los genios de España detrás de la que estaba Timotea Conde, una cantante fracasada. Bárcena sonríe cuando recuerda a 'La gran Sara', que servía de inspiración a los pintores, «tan elegante con esos vestidos y esas pamelas que le regalaban sus amigas las marquesas». «Tenía culo de avispa y lengua de veneno». Así la describe y cita la noche en la que una pareja se acercó a los escritores. Cela, Umbral... «¿Y usted es actriz?». «Qué va, yo soy puta», respondió ella. Y era mentira. «Era una mujer libre, nada más. En Navidad le regalaban un cuadro y vendía papeletas para el sorteo... Con eso vivía todo el año».

De 'La gran Sara' queda la risa sincera de los que recuerdan aquella boca endemoniada, que no es poco. Sentadas hay dos o tres turistas sin pamela en la mesa de al lado que lidian con un almuerzo temprano, sin decir ni Pamplona, mirando a su alrededor y presintiendo, tal vez, la carga histórica del lugar, ajenas al ejecutivo del portátil de la esquina. Fuera, suenan las bocinas de Madrid.