ANÁLISIS

Acercándonos al abismo

MADRID Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

El extravagante “empate técnico” entre el presidente Mubarak, políticamente un cadáver, si se considera que tiene 82 años y ha renunciado a presentarse a la reelección en septiembre, y la oposición popular egipcia, que bordea la unanimidad en su exigencia de cambiar el régimen, se acerca a una parálisis peligrosa, de mal agüero.

Tenido por un táctico hábil, Mubarak parecía saber la gran verdad: el ejército no dispararía sobre la multitud, pero tampoco le abandonaría. Y es literalmente verdad: no ha habido, que se sepa, ni un oficial pasado a la insurrección o dejando sus deberes. Los uniformados, aceptados por las dos partes, son un árbitro respetado que, sin embargo, parece moralmente incapacitado para hacer lo fácil: poner al presidente en un avión y enviarlo a Londres, junto a su familia.

Tal escenario no es imaginable, incluso por razones estéticas y Washington parece asumir, cautelosamente, que hay que contar con ese estado de la cuestión. El vocabulario de la exigencia, de hecho, está agotando los recursos en inglés para pedir el comienzo de la célebre transición ordenada. A los adjetivos hasta ahora utilizados, Hillary Clinton añadió ayer la última por ahora: la transición debe ser ordenada pero expeditious (algo así como diligente, despachada sin demoras).

Fórmulas teatrales

La operación de “salvar la cara” en términos políticos no es fácil, pero abunda en la historia y su objetivo central es sacrificar a alguien sin humillarle, por lo que los elementos formales, oficiales y públicos, deben ser cuidadosamente negociados. Es un teatro que ha alcanzado en algunos casos cimas virtuosas (en Argentina el pobre presidente Cámpora haciendo el trabajo mientras esperaba a Perón o el dúo Fouché-Talleyrand reordenando el escenario institucional francés mientras parecía hacerlo Luis XVIII) y en general la historia es benévola con sus actores.

En ese orden han empezado a circular versiones. Por ejemplo, el presidente podría negociar su regreso en toda seguridad si, por razones de urgencia médica tuviera que desplazarse a Alemania e ingresar de nuevo en el hospital de Heidelberg en el que fue operado de un mal nunca bien precisado, pero que le obligó a casi un mes de estancia. De hecho volvió el año pasado para una revisión.

Entre tanto podría trasladarse a su palacio de Charm-el-Cheik, en el mar Rojo, donde por cierto pasa mucho tiempo, y esa lejanía física atenuaría un poco la tensión, que tiende a crecer peligrosamente. Todo esto, en fin, podría acompañarse de un adelanto de la elección presidencial, jurídicamente posible según los expertos, que pasaría a junio. Durante la estancia en el extranjero, lógicamente, el presidente cedería sus poderes al vicepresidente, Omar Suleimán, que, como previeron todos los que le conocen y dijimos aquí también, es el hombre indispensable de la situación.

El tiempo empieza a apremiar

Si no se mueve ficha con cierta rapidez y en la mejor de las hipótesis, las del estancamiento incluso físico (con los manifestantes instalados en la plaza Tahrir y el rais en Heliopolis) no es seguro que Mubarak tenga todas las de ganar.

Y la razón es que no puede seguir así el país: ha perdido en diez días el seis por ciento de sus exportaciones, ha conocido esta mañana el primer sabotaje (un ataque contra el gasoducto que por el Sinaí sirve a Israel, ojo al dato), los bancos y la Bolsa están cerrados y la temporada turística literalmente en el aire. La ruina está cantada, incuso sin huelga general, que también podría ser decidida y si incluye el cierre del canal de Suez sería literalmente insoportable.

¿Puede el hábil táctico y correoso presidente Mubarak correr el riesgo de ser justamente percibido, por su tozudez, como el responsable del desastre? Aquí aparece una argumentación probable con la que no se contaba: la creación artificial de una lucha por el patriotismo que ganará el presidente si acepta alguna forma de evaporación, bien maquillada, disfrazada y honorable en las formas.

El caso Suleimán

El nombramiento de Omar Suleimán, la verdad, nos pareció a todos un indicio soberbio de sabiduría política. Este hombre, que muchos generosos observadores en Occidente han tomado por poco menos que el jefe de los torturadores porque su cargo es el de “Jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional”, es mucho más que eso: es la eminencia gris del régimen en términos de seguridad nacional y política exterior, singularmente regional.

Mucho más Kissinger que Beria, para entendernos, poco amigo de los focos, sin vida social conocida, devoto servidor del Estado y conocedor como nadie del país, su clase política y sus posibilidades, pasa por ser un ecléctico consciente de que su función es una mezcla de albacea, asesor íntimo y negociador discreto. Sabe como nadie que le quedan unos meses de servicio y de que en el Egipto post-Mubarak no hay lugar para él y quiere – y debe – quedar bien. Hacen lo correcto, la oposición incluida, quienes le ven como indispensable.

Toda fórmula de inserción del caso Mubarak (su relevo) en el escenario negociador oficiosamente en marcha pasa por él y aunque suene a pequeña victoria del presidente, tal vez la oposición haría bien en ser a su vez práctica. El paquete que se ofrece (derogación del estado de excepción, legalización de todos los partidos, es decir también los “Hermanos Musulmanes”, repetición eventual de las legislativas de diciembre como resultado de la aceptación de los recursos de fraudes masivos…) no es poca cosa.

Como en otras grandes ocasiones de la historia, y España sugiere algunos ejemplos, esta es la hora de los realistas.