Tribuna

El delirio burocrático de la universidad

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: Guardar
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Visto desde dentro, el peor de todos los males que acucian a la universidad española quizás sea el disparate burocrático que está lastrando su visión, su acción y hasta su misión como parte de la sociedad. Hace unas semanas, en este mismo medio, reflexionaba sobre ello con agudeza Rodrígo Sánchez Ger, en su artículo 'La Ficha 1B'. Y a lo mismo se refería recientemente Adela Cortina, reputada catedrática de filofía moral de la Universidad de Valencia, en una entrevista publicada en la revista Unelibros; a la pregunta de si está la universidad española preparada para hacer frente a los nuevos retos, respondía: «La universidad española necesita una profunda reforma para ponerse a la altura de lo que la sociedad necesita de ella. Claro que hay en ella gentes y grupos valiosos, pero no les ayuda a serlo esa estructura burocrática, hecha de un reglamentismo absurdo que no mejora la calidad.».

Los sucesivos órganos rectores de la Universidad española han sido cautivados en los últimos años por cantos de sirenas que hablan de calidad y competitividad, al son de las melodías políticas del momento. En poco tiempo, la enseñanza superior y la investigación se han resignado a condicionar su quehacer al ritmo paquidérmico que imponen burócratas que a estas alturas aún creen que más papeleo es sinónimo de mayor eficiencia y que la calidad de la enseñanza se mide por el número de alumnos aprobados.

Es el delirio del mensurador loco, para el que todo es medible, no importa si la medida vale para algo o no. Este proceso, en el que la burocracia se justifica a sí misma, genera conforme se implanta nuevas necesidades absurdas, o de finalidad desconocida. Con buen tino, los alemanes -que padecieron también esta calamidad y andan de vuelta- lo denominan 'Paperkrieg', guerra de papel. Y no crean que exageran los tudescos, porque es una agresión en toda regla lo que sufrimos, con la excusa burocrática, los que tratamos de dedicarnos a la enseñanza superior y la investigación, que es lo que se supone que debe ofrecer la Universidad. Cuánto tiempo, energía y recursos perdidos en perjuicio de una y otra gracias al burocratismo de despacho.

La moderna universidad española está sujeta a un poder etéreo que la domina a través del anonimato de oficinas que se alimentan a sí mismas con nuevos e incesantes mecanismos rutinarios de control, que cambian además constantemente, sucediéndose como experimentos tan huecos como inmaduros. El resultado de todo ello es una considerable pérdida de tiempo tributado a causas de resultado ignoto, pues muchos de esos obsesivos procesos burocráticos desembocan en nada, mientras la información obtenida se archiva en los oscuros recovecos de la más penosa inutilidad. ¿Es razonable que para organizar y evaluar la actividad académica se emplee a veces más tiempo que para ejecutar la propia actividad? El problema es que se ha hecho del control de la gestión de la actividad académica e investigadora no sólo un fin en sí mismo, sino un fin superior a todo lo demás. No puede sorprender así que cada vez sea mayor la proporción de profesores universitarios que deben ocupar cargos de gestión, en detrimento de su producción científica, que es algo que la UCA, por poner el ejemplo más cercano, no puede -ni debe- permitirse.

El culmen de la espiral burocrática en la gestión de las universidades ha venido de la mano del Sistema de Bolonia, un cajón de sastre usado no pocas veces para justificar muchos de los excesos que desvían la enseñanza y la investigación de su sustancia. En el nuevo marco de la planificación docente, se convocan reuniones y más reuniones, que a su vez promueven comisiones, de las que surgen subcomisiones y demás fórmulas de escapismo del trabajo que realmente hay que hacer: enseñar, estudiar, investigar. Entretanto, la exigencia a los profesores se centra en menudencias elevadas a la categoría de objetivos obligados, expresados en un lenguaje pseudo-pedagógico vacío de contenido, como por ejemplo la de programar los cursos con muchos meses de anticipación descendiendo al detalle de días y horas, sin atender al hecho evidente de que la realidad es cambiante y de que en muchas disciplinas ese grado de anticipación es imposible. Parece que el logro de la planificación pedagógica universitaria ha sido importar los métodos de la enseñanza primaria o, peor aún, imitar el estilo de los planes quinquenales de la Unión Soviética.

Ante este deterioro, demasiados profesores universitarios se han mostrado dispuestos a seguir toda clase de normas, sumisa y acríticamente. La tolerancia mal entendida y la inacción han sido verdaderamente autodestructivas. Con su ironía característica, el profesor Bermejo Barrera describe así la situación: «Los nuevos gestores y evaluadores consiguen hacer de la confusión virtud y parecen aplicar -seguramente sin saberlo- una estrategia militar básica, que se asienta en tres puntos: confundir al enemigo, desorientarlo y al final sorprenderlo, en este caso con una nueva normativa, una nueva convocatoria, o un nuevo formato digital, que a ser posible lleve consigo la descarga de algún nuevo software caracterizado por su natural tendencia a colgarse, seguramente porque fue diseñado de la forma más compleja posible (normal en una sociedad cortesana)». Se diría que, en uno de esos movimientos pendulares tan españoles, hemos pasado de un sistema en el que el profesor universitario podía ejercer su oficio en la más absoluta arbitrariedad, a otro en el que se pretende reglar cada uno de sus movimientos, de manera poco o nada acorde con el derecho constitucional a la Libertad de Cátedra.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? Posiblemente la respuesta apunta a la colonización que en los últimos años ha sufrido la enseñanza universitaria por parte de 'pedagogos' bien avenidos con el poder, que no cejan en su empeño por convertir las Facultades y Escuelas Superiores españolas en Institutos de FP.