MAR ADENTRO

Cádiz le debe algo

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No parece un tipo de buen conformar, sino que guarda la pinta de quienes consideran un homenaje que cualquier friki le ponga a parir en un chat o una profesora interina le declare su rendido amor en cartas perfumadas que llegan cada cierto tiempo a su editorial. El viento en las velas, eso sí que es un premio. El silbido del peligro que deja un rasguño en el rostro vale tanto o más que cualquiera de esas estatuillas de bronce que uno nunca sabe dónde poner cuando termina el coctel oficial o cuando hay que pasarla bajo el dintel de seguridad de los aeropuertos.

Pero tengo para mí que Cádiz -tanto la ciudad como la provincia- le debe algo a Arturo Pérez Reverte: o un nombramiento, o una convidada, o una calle de esas bajo las que se besan o se meten en broncas los quinceañeros, despistan a los pardillos y combaten el alzhéimer de los carteros. Y es que, a lo largo de su narrativa, nos ha ido regalando un nuevo imaginario de estos confines, ya fuere con la jeta de Óscar Lobato o bajo el peligroso perfil de una mujer llamada Tánger, cuando lo mismo amanecían galeones hundidos sobre la explanada catedralicia del bar Terraza o zumbaban las lanchas fuera borda del narcotráfico en las aguas intrépidas de su Estrecho. Incluso intentó, y no pudo, que Cádiz ganara la batalla de Trafalgar, añadiendo un barco a la flota hispano-francesa: al menos logró que sus marineros nos ganaran el corazón, al ponerle una historia detrás y una identidad sentimental al número de víctimas de aquel desastre.

Ahora, sigue la pista de Benito Pérez Galdós, que no es mal rastro, pero como si hubiera incorporado al teclado del ordenador una cámara literaria como la de aquel imprescindible Márquez de sus correrías por Territorio Comanche. Su Cádiz figurado no es un reflejo del de Fernando Quiñones, aunque en sus 'Vueltas sin fecha' quizá hubiere más de una afinidad si nos pusiéramos a buscarla. Ni el de Antonio Hernández, con quien coincidió a veces cuando empezaba a tirar de florete en aquellas páginas con entrañable sabor a Dumas de 'El maestro de esgrima'. Ignoro si aquel reportero de guerra que cruzó la historia universal de la infamia desde las Malvinas a Sarajevo, habrá leído a Ramón Solís, pero sus universos literarios coquetean un taco: aquella Tarifa donde amanece Cachito no es tan diferente al camión cargado de hachís que el escritor gaditano hizo rodar desde allí hasta Madrid, cuando mediaban los años 70. También 'El asedio' nos devuelve a aquel Cádiz de las Cortes cuando España perdió aquí la oportunidad de exorcisar a casi todos sus demonios.

Y no se trata de compartir con él su visión del mundo: por mucho que disten los puntos de vista e incluso el estilo con que cada cual pueda defenderlo, cierto es que el Duque de Corso y Real Maestro de Esgrima del reino de Redonda lo hace con convicción, lo que no es poco pedirle a un tiempo que tan sólo parece apasionarse por naderías. Pero hablamos de Cádiz. Y es ahí que, en realidad, él es una ráfaga del viento de levante. Uno de los nuestros. Y alguien con eso que llaman mando en plaza tendría que reconocérselo, digo yo.