LA PALABRA Y SU ECO

Quién la desencantillará

Es una buena noticia para todos los gaditanos poder contar con un recinto dedicado a la cultura, como es el Castillo de San Sebastián: un marco atractivo si se solucionan sus más que deficientes instalaciones de acceso y habitabilidad. Justo es aprovechar ese espacio para organizar espectáculos o conciertos veraniegos, pero no es de recibo aglomerar a un público que ha pagado por su localidad -y no precisamente una bicoca- en incómodos y estrechos asientos casi improvisados, atados por cuerdas para evitar, encima, su movilidad para expandir las posaderas a gusto, sin invadir la silla del vecino de al lado. Tampoco es aceptable rellenar de arena de la playa todo el suelo del local para sufrimiento y desgaste de pies y calzados. Ni hacer que el personal se pegue una larga caminata hasta llegar al lugar de los hechos, pese a haberse anunciado un sugerente transporte. A la salida, pudo contemplarse como cuatro mil personas se apretujaban por la estrechísima lengua de La Caleta, a pasitos de geisha, bajo el peligro de ser empujado a la mar por el propio gentío. Menos mal que la noche acompañó. ¿Se imaginan al levante enfurecido, haciendo saltar las olas bravías por ambos lados del paseo en pleno invierno? Esperemos que estos problemas sean solventados en un futuro próximo. Pero lo peor de todo es que son consecuencias de un improvisado, por no decir inexistente, proyecto cultural para la ciudad. La cultura de Cádiz está encastillada.

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Un plan organizado de cultura consiste en estudiar las necesidades de los ciudadanos para aumentar así su nivel de conocimiento y creatividad. De poco vale montar espectáculos aislados si se descuida el objetivo de su propuesta. Podría venir a Cádiz la Filarmónica de Viena o los Rolling Stone, pero eso no significaría ningún salto cualitativo en nuestra afición musical si no fuera acompañado de una continuidad coherente, donde el espectador no fuera un mero sujeto pasivo, sino parte implicada en un proyecto abierto y colectivo. Lo mismo ocurre con el teatro, la pintura o cualquier otro tipo de manifestación artística o cultural. Los encargados de áreas, delegaciones y centros de cultura -y en este caso el Ayuntamiento es el máximo órgano responsable- tienen el deber de contar con la iniciativa de otros colectivos, y no sólo a manera de consulta, sino impulsando su funcionamiento autónomo. Ocurre, en la mayoría de las ocasiones, lo contrario: que la administración ve invadida sus competencias por un grupo de ciudadanos independientes que, a la larga, podría hacerle sombra y, si encima son críticos, poner en tela de juicio su labor.

La gestión cultural es hoy día una profesión que requiere experiencia, contactos, capacidad de producción, sensibilidad y, sobre todo, visión global del contexto para el que se trabaja en espacio y tiempo. Es, por tanto, exigible una programación acertada que cubra los requisitos de la vecindad a largo plazo, fruto de un seguimiento atento y cotidiano de esas expectativas, más que un popurrí de actos dispersos y veraniegos, por mucho relumbrón que estos aporten. Transformar un castillo militar y antigua cárcel en foro de la cultura es una buena noticia, pero como siempre, hay que llenarlo de ideas e infraestructuras adecuadas. Ojalá que, de aquí a 2012, desencastillemos la cultura.