EL MAESTRO LIENDRE

Paso de San Felipe Neri

Resulta desconcertante ver a unos padres manifestándose para reclamar un privilegio, para exigir «ese» colegio de postín para su hijo en vez de «un» colegio decente para su crío. Todavía confunde más ver a los que salían en la foto y reconocer a un par de amigos de adolescencia con los que uno compartió educación pública.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Su pretensión parece chocante, pero hay que reconocerles la honestidad y la claridad. Protestan en la calle para que San Felipe Neri admita a sus hijos, creen que tienen ese derecho (?) y dan la cara. Todos esos eximentes hacen que, por mucho que no se comparta con ellos el concepto elitista que tienen de la elección de un centro educativo, merezcan un cierto trozo de respeto.

Otros padres que aspiran a lo mismo, pero se quedan en el anonimato son, en cambio, unos enormes impresentables. Hace años que sucede y todos lo sabemos, pero ahora, de pronto, salta. Hay gente capaz de falsear censos, cambiar de domicilio por un tiempo y presentar una solicitud falsa de divorcio para que su hijo vaya a «ese» colegio (llámese San Felipe, Salesianos, Argantonio, Las Esclavas...) en el que, por lo visto, garantizan felicidad eterna a vástagos y progenitores, formación académica sin mácula y el Premio Nobel a uno de cada diez alumnos.

Resulta irónico, casi surrealista. Unos padres que dicen querer la mejor educación para sus hijos son capaces de mentir, fingir algo tan severo como una separación, falsear documentación y engañar a otros convecinos -que sí tienen derecho a una plaza- con tal de usurpar un pupitre que no les corresponde. En nombre de una buena educación para sus niños son capaces de mostrar todo lo mala que es la suya. Confirman que, finalmente, sólo han aprendido que el fin justifica los medios, que cualquier trampa es buena si consigo lo que quiero. Vaya mierda de ejemplo.

¿Cómo le van a explicar a sus hijos, cuando tengan 16 años, que hicieron todo tipo de fullerías para encontrarle sitio en un centro en el que les enseñaran a no hacerlas, a conseguir sus objetivos con esfuerzo, a ser honestamente mejores que otros? Cuando sean casi adultos, podrán decirles «yo tangué a varios vecinos del barrio, cambiando de domicilio, divorciándome de mentira y buscando enchufes para que tú, hijo, aprendieras que mentir, engañar y buscar atajos está muy mal».

La vacuna contra el miedo

Tanto los que piden frontalmente el privilegio de un colegio a la carta (pagado a escote, eso sí) como los hipócritas que lo buscan de aquella manera muestran un defecto que, por cierto, ya tienen por contagio generaciones enteras de chavales.

Considerar que facilitarles la entrada a un centro guay (pagado a medias por todos y con matices religiosos añadidos) es una obligación del Estado viene a ser (a escala) como si el niño se pusiera en huelga de hambre porque no le compran la PlayStation o no tiene la moto que quiere. Es sencillamente, la confusión entre derecho y lujo en la que está sumida buena parte de la España neorrica. Con esos padres, que ni siquiera pagan el antojo, resulta fácil entender de dónde viene todo.

El facilismo, el atajo y el «yo lo quiero todo ya» parece pasar de una generación a otra, con síntomas agravados. Todos los que tenemos hijos podemos compartir y comprender el miedo de esos padres, pero alguien tendría que decirles que no hay vacuna para eso. El gran Neno Macías, cuando nació mi primera hija (tengo dos, por si alguien cree que hablo gratis), me dijo: «Tener hijos es tener miedo. Sólo cambia el tipo de miedo, según su edad, pero ya no se va nunca». Así que lo tengo asumido. Sé que no tiene remedio, que no hay fórmulas mágicas, colegios milagrosos, que nadie, ni Platón, me podría garantizar nunca nada.

El temor a que tu crío salga delincuente o vago, a la violencia, a que pase de los estudios, a que se deje comer por malas compañías, a que sufra abusos de cualquier naturaleza, a que no sepa manejar su libertad primera o a que se desvíe de lo que soñamos para él (cierto equilibrio, cierta serenidad) no se cura con un colegio pret à porter. Tampoco con uno público, ni malo. No se cura.

Esos padres que confían toda la educación de su hijo al colegio en el que entren deben de ser los mismos que creen que hay una pastilla para volver a desear a tu pareja, otra para soportar los abusos en el trabajo y una tercera para relajarse por las noches con buena música. No hay vacunas. Todos recordamos algún gran golfo, algún mal tipo, que procedía de un colegio privado, caro, concertado, pijo, litri... (según la época de cada cual). Todos conocemos a gente (mucha) que, con los medios justos, en centros públicos, ha sacado adelante una trayectoria académica y profesional brillante con el apoyo de su voluntad, de buenos profesores, de becas y de sacrificio familiar.

A muchos, nuestros padres y este sistema nos dieron lo suficiente, lo que da la pública, y a partir de ahí, depende del amueblamiento cerebral que cada niño traiga de casa. Yo conocí a profesores de alma grande y talento didáctico (María Oubiña, Manuel Granados, Carlos Gentil, Josele Zilbermann, Manuel Baraja...) que, con pocos medios, pusieron en manos de todos las herramientas necesarias. Luego cada cual hizo lo que pudo, lo que quiso. Las generaciones que han crecido en Benalup o Puerto Serrano (por poner dos ejemplos de lugares en los que no hay alternativa guay) demuestran que la madera de cada uno influye mucho más que las campanillas que tenga un centro.

Un buen entrenamiento

La ideología, sin gestos personales, sólo es palabrería. Así que vamos a tomar partido. Intentaré que mis hijos estén en un buen colegio (una ya está en uno estupendo, el Villa de Brest, y no es privado ni misto lobo), no hay por qué descartar los concertados en los que puedan entrar de forma legal, sin empujar a nadie, ni manifestarme. Si no, habrá que reclamar que el centro público que toque tenga lo necesario (con manifestaciones, gritos y pancartas, si fuera preciso).

Si les toca estudiar con inmigrantes, aprenderán idiomas y se prepararán para viajar. Si les toca algún proyecto de delincuente en su aula, ya estarán entrenados para cuando entren a trabajar en la empresa privada o en un ayuntamiento. Si tienen que enfrentarse al grosero gallito de la clase, entenderán que siempre habrá uno de esos (posiblemente con corbata) en su futuro empleo. Como no irán a un colegio caro, aprenderán que papá no estará en su futura empresa para echarles un cable, colocarles o ascenderles; que deben presentarse sólo con su nombre de pila y que da asco alcanzar metas apoyándose en sectas de amigos pijos con apellido compuesto. Aprenderán que no debe pedir favores pero han de hacer los que puedan.

Mis hijos no irán a San Felipe. Aunque sólo sea para equilibrar la balanza. Ya hay 2.000 niños esperando. Y dos que no.