Puerta sellada

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Nos empeñamos en buscar las cosas donde no están y eso hace muy laborioso. Los safaris del euro, por más exploradores que haya, se pierden en la jungla husmeando el rastro del arca perdida. Su meritoria inspección se ha atenuado mucho: ya saben que no hay arca. ¿Para qué seguir buscando? La crisis de identidad empieza cuando uno no se fía un pelo de la imagen que le transmite el espejo al afeitarse y comprueba que el tipo de enfrente tampoco es de fiar.

La exigencia de capital a la banca va a menguar aún más los créditos. La cosa tiene la ventaja de que no necesitarán dinero público para cumplir las órdenes de la Unión Europea, pero ofrece el inconveniente de que los europeos seamos cada vez más pobres.

Pobres de pedir. De pedir y que no nos den nada. (Siempre he pensado que era demasiado confortador el eslogan ese de ‘pedir y se os dará’, ya que no precisaba suficientemente por dónde nos iban a ir dando.) Quizá lo alarmante sea ahora la pérdida del optimismo que se registra en el Imperio: Roma no hubiera tolerado nunca que se ocupase Roma, pero Norteamérica está consintiendo que se ocupe Wall Street.

En lo que a mí me concierne, me queda poco tiempo para estar preocupado por el futuro, ya que el porvenir se me ha echado encima, pero tengo la impresión, bastante deprimente, de que los que vengan detrás van a pasarlas canutas, quizá porque las últimas generaciones políticas no han sabido hacer la o con un canuto. No sé si el optimismo ha muerto o solo está convaleciente y puede recuperarse de su larga dolencia. Tampoco sé si existe una variedad del optimismo que radica en creer que lo que va a pasar tardará en pasar. El optimismo, que es una admirable deformación óptica, se ha refugiado en las verbenas y en los tunos, dos sitios que nunca se han caracterizado por acoger a la gente más lúcida entre los miembros de la tribu que ahora se agrupa en las puertas de los bancos. Están cerradas.