los lugares marcados

Recuperar la vida

Jerez Actualizado: Guardar
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En mi familia tenemos debilidad por las fotografías. Nos gusta hacerlas y nos gusta guardarlas. No puedo recordar mi infancia sin las cajas de lata (carne de membrillo de Puente Genil o galletas danesas de mantequilla) donde la abuela Ángeles guardaba en hermoso revoltijo los retratos de mis tías y de mi madre, muy jóvenes, vestidas en épocas sucesivas con la misma mantilla negra, las fotos de todas las bodas, las instantáneas de feria (niñas vestidas de gitana y chiquillos con sombrero cordobés) y el retrato misterioso y coloreado de los bisabuelos. Del salón de mi otra abuela recuerdo sobre todo la foto del tío Juan vestido con el uniforme de aquella mili que hizo en Regulares, para siempre parado en su apostura juvenil.

También en casa de mis padres abundaban las fotos, y había un álbum manoseado que albergaba las que más me sorprendían: mi padre entre un numerosísimo grupo en el pórtico de la Gloria en Santiago; él y mi madre posando, de novios, radiantes como dos estrellas de Hollywood; mi madre en Ceuta, embarazada de mí (mi primera foto, por lo tanto); mis abuelos en un desconocido paisaje de nieve; de nuevo mis padres, montados en un carro de hierba, en El Torno... En las tardes de lluvia, mis hermanos y yo pasábamos las horas de tedio recuperando todas aquellas imágenes, absorbiendo la memoria familiar, preguntando por los nombres de aquéllos que no identificábamos o interesándonos por los lugares desde los que nos sonreían. Mirar sus fotos era volverlos a aquel sitio, a aquel momento.

Por eso me gusta hacerme fotos, en los días felices y en los melancólicos, en los paisajes recién descubiertos y en los rincones de mi rutina: para que un día lejano alguien venga a posar los ojos sobre mi imagen y me devuelva la existencia…