La pesca tradicional vuelve a ganar adeptos con la crisis. / FRANCIS JIMÉNEZ
CÁDIZ

Olor a sal y caballas

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En 1755, las aguas embravecidas por el terremoto de Lisboa engulleron La Caleta y se adentraron por la calle de La Palma inundando todo el barrio de La Viña. Según la leyenda, los mares se detuvieron justo donde el párroco de La Palma clavó su estandarte. Ese fatídico uno de noviembre, en el que los viñeros llegaron a temer por su vida, el mar recuperó por unas horas su posición primitiva.

Fue como si las aguas no hubieran olvidado que en la Prehistoria ese terreno, hoy lleno de arte y vivencias, le pertenecía. Las crónicas romanas y los estudios geológicos demuestran que toda la zona de La Viña formaba parte del lecho marino hasta que la acumulación de sedimentos dio lugar a la playa más coqueta de la ciudad.

Han pasado 254 años desde que el océano quiso recuperar su territorio perdido. Sin embargo, el suceso se repite cada mañana. Desde las claras del día, la mar inunda cada rincón y cada esquina de La Viña. Las cajas de corcho de los pescadores destilan un olor a sal y a caballa caletera que cautiva a todo el que pasa por su lado.

La Viña, al igual que el resto de la ciudad, sabe lo que es vivir del mar. De unas aguas, a veces fieras y a veces compasivas, de las que se han alimentado los gaditanos desde hace más de 3.000 años. La suave brisa del alba que mece las barcas de La Caleta habla de experiencias, tesón y sacrificio de aquellos gaditanos que no necesitaban un GPS para orientarse por los mares de Cádiz.