EL RAYO VERDE

Ciudades míticas

Soy de pocas ideas, pero obsesivas. Ojalá me diera la cabeza para más, pero a medida que pasa el tiempo y mi fe en mis capacidades mengua, desisto de domarlas y me entrego a seguir las pistas que tiran de mi curiosidad como un imán. Son intuiciones en bruto, fuertes percepciones sin grandes elaboraciones mentales, pero llenas de promesas. La última y más persistente se llama Trieste, y me dirán ¿qué excéntrica! La ciudad italiana, que fuera puerto del imperio austrohúngaro (esa palabra que Berlanga siempre metía en sus guiones) borde de la 'mitteleuropa', mezcla del mundo eslavo, alemán e italiano, la ciudad de Magris y de Madieri, de Giani Stuparich (La isla) y de su grupo; la del castillo de Duino, el de las Elegías de ídem de Rilke, la de Joyce escribiendo Dublineses o comenzando su Ulises... Muchos mitos seguidos, lo sé, una serie de tópicos y de menciones cazadas al vuelo, de referencias a referencias de referencias leídas en varios contextos, pero así se construyen las imágenes, los saberes.

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Las ciudades han de ser mitológicas, cada una a su manera. Deben distinguirse de las demás. Tienen que compensar lo cotidiano, lo común y corriente, con historias, leyendas, evocaciones de sucesos excepcionales que aporten a su solo nombre, a su estampa, impresiones sutiles, sentimientos singulares que no se compran con dinero, que hay que levantar con mimo y paciencia y que son los que, al final, persisten como el regusto de una cata.

Sin embargo, las ciudades no pueden ser míticas porque sí. No se les pega una etiqueta ni se crean de un día para otro, en cartón piedra, como una disneylandia, como un decorado. Necesitan que la historia haya pasado por ellas y que lo haya hecho bien, aunque con dolor; que haya dejado un poso de civilización, de sufrimiento, de espíritu de lucha, de supervivencia, de resistencia; un carácter propio y una cultura. Que si se cortara su suelo, como un pastel,se vieran, en capas, sus edades superpuestas.

Es preciso, también, que sus habitantes se hayan molestado en elaborar construcciones mentales, análisis, informes, relatos, épicas y líricas, de sus orígenes, pero que también se hayan dedicado a pensar su tiempo, a actuar frente a lo que pasa, a participar del destino común, a construirlo; que las ciudades no tienen alma por que sí, tienen la de sus vecinos, los de hoy y los de antes. Ese alma se cultiva, se define y se depura según lo hace la gente que hace la ciudad, y busco la redundancia; que en el caso de la que me ocupa han sido personas y grupos que se han interrogado sobre su identidad, que han buscado en ella su razón de ser, de su conocimiento. Gente que ha usado la historia no para petrificarse, sino para ponerse de pie sobre ella y levantar el futuro y que no ha eludido el compromiso con su tiempo, con las tragedias de las guerras en primer plano, y con su propia obra.

Por lo demás, la búsqueda de la esencia de la identidad no significa reducirse al tipismo, elaborar un arquetipo, sino iniciar un trabajo en progreso, inserto en el mundo, que varía y se nutre de nuevas influencias y elementos, y que comienza por incorporar la propia diversidad.

Hay un caso singular en esta historia de Trieste, el de la generación de Stuparich y su hermano, de Scipio Slataper y otros que, agrupados en torno a un periódico, curiosamente llamado La Voce, «fundan su cultura descubriendo y transmitiendo aquella gran cultura europea que diagnosticaba y plasmaba la crisis de la Kultur, del saber y de su organización: la irreparable fisura que se estaba extendiendo entre la vida y el valor, la vida y la representación», dice Magris.

Naturalmente, pongamos que hablo de Trieste.

lgonzalez@lavozdigital.es