Una isla antártica, bautizada con el nombre del científico español Javier Cacho

La isla nombrada en honor al científico y escritor español forma parte del archipiélago de las Shetland del Sur

Javier Cacho

ABC Viajar / Ep

El Diccionario Geográfico Internacional del Comité Científico para la Investigación en la Antártida (SCAR, por sus siglas en inglés) recoge desde hace unos días un nuevo nombre en el atlas antártico: «Cacho Island» .

El islote rocoso de 750 metros de largo y 350 metros de ancho será conocido con el apellido del investigador y escritor español Javier Cacho en reconocimiento a «su contribución en la promoción de la Antártida y su apoyo al Programa Antártico Búlgaro», explica el documento oficial.

Son muy pocos los españoles cuyo nombre se ha puesto a un accidente geográfico en el continente austral, debido a que, para que esto suceda, es necesaria una propuesta formal que sea aceptada por el SCAR, la máxima autoridad científica antártica. En este caso, la propuesta fue realizada por la Comisión Búlgara para los Topónimos Antárticos a petición del director del Instituto Antártico Búlgaro, Christo Pimpirev.

La isla nombrada en honor al científico y escritor español forma parte del archipiélago de las Shetland del Sur , un grupo de islas de diferentes tamaños que se extienden a lo largo de casi 500 kilómetros en paralelo a la Península Antártica, el extremo más septentrional del continente blanco.

Se trata de una isla separada por un estrecho pasaje de la península de Hall , uno de los accidentes geográficos de la costa este de Snow Island. Entre ambas, existe una ensenada protegida de los fuertes vientos y corrientes marinas de la zona que, por este motivo, fue muy frecuentada por los cazadores de focas, que la visitaron por primera vez a principios del siglo XIX.

Javier Cacho (Madrid, 1952) es físico, científico experto en ozono y química atmosférica y escritor. En los años 70 inició su carrera investigadora en la Comisión Nacional de Investigación del Espacio (CONIE), donde realizó los primeros estudios sobre la capa de ozono en la Antártida, fruto de los cuales fue su libro «Antártida: el agujero de ozono» (1989) .

Fue miembro de la Primera Expedición Científica Española a la Antártida en 1986, colaborador de la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología en el Programa Antártico Español (CICYT) y secretario del Comité Nacional de Investigación en la Antártida.

Además, ha participado en varias campañas de investigación como jefe de la base antártica española Juan Carlos I y ha sido director de la Unidad de Cultura Científica del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA).

En los últimos años ha publicado diversos libros relacionados con la historia de la exploración polar como «Amundsen-Scott: Duelo en la Antártida», «Shackleton, el indomable», «Yo, el Fram» y «Héroes de la Antártida».

De la barbarie a la esperaza

Un grupo de focas aparentemente ajenas a la presencia de turistas, en Plénau Island

Javier Cacho escribió un artículo en ABC Viajar en noviembre de 2019 para conmemorar el bicentenario del descubrimiento de la Antártida. Lo reproducimos a continuación.

Hace dos siglos, el tesón y la profesionalidad de un capitán de la marina mercante británica permitió descubrir la Antártida. Atrás quedaron, reducidas al olvido, las estériles expediciones de varias naciones en busca de la Terra Australis Incognita. Un enorme continente intuido por los griegos, al que los cartógrafos holandeses del siglo XVI dieron carta de naturaleza, imaginándolo ocupando grandes extensiones de los océanos Pacífico e Índico.

William Smith, que así se llamaba el capitán inglés, regresó afirmando, en sentido metafórico, que "las playas estaban adoquinadas con guineas de oro", en referencia a las inmensas poblaciones de focas peleteras que albergaban. Unos animales muy codiciados por su piel y que, por aquel entonces, prácticamente habían sido exterminados en el resto del planeta.

Si para los geógrafos el descubrimiento de aquellas tierras supuso insuflar nueva vida a sus estudios, para los cazadores de focas significó el comienzo de una ambiciosa competición por hacerse en el menor tiempo posible con aquel inmenso botín, que estaba a disposición del primero que llegase.

Dormitando sobre las rocas, aquellos confiados animales, que nunca habían visto un ser humano, contemplaban impasibles la llegada de oleadas de bárbaros que les exterminaron sin piedad, tiñendo de rojo el manto de nieve que desde tiempo inmemorial cubría aquellos parajes. Tal fue su avidez (un cazador era capaz de matar y despellejar decenas de focas en unas horas), que en cuatro campañas de verano llevaron al borde de la extinción a varias especies de focas.

Una vez extraídos sus beneficios económicos, aquellos parajes volvieron a cubrirse de nieve y silencio. Sólo roto por la presencia de algunas expediciones científicas que buscaban establecer los límites de aquella tierra, cartografiar sus costas, estudiar su fauna y evaluar los recursos comerciales que pudieran representar.

Precisamente, fue el avistamiento durante esos viajes de un elevado número de ballenas, lo que provocó una segunda oleada de sangre y muerte, en este caso en las aguas que rodeaban el blanco continente. Las flotas de balleneros, que ya habían terminado con los cetáceos del Ártico, volvieron sus proas hacia los mares australes, comenzando otra cacería desenfrenada. Poco después, algunas naciones comenzaron a manifestar sus ambiciones de soberanía sobre la Antártida.

Por suerte, a mediados del siglo XX, el interés de la comunidad científica por aquellas regiones llevó a la organización de un gran programa de investigación cooperativo en el que participaron 12 naciones. Los espectaculares resultados de aquel programa coordinado llevaron a considerar, por primera vez en la historia, dar un estatus jurídico especial al continente austral.

En poco tiempo, las dos grandes potencias –EEUU y URSS– que se encontraban en plena Guerra Fría, decidieron olvidar sus diferencias en aquella región y liderar una nueva forma de convivencia. De resultas de lo cual en 1969 se firmó el Tratado Antártico que consagra el continente antártico y sus aguas como un lugar sin fronteras, dedicado a la investigación científica y con una protección especial de su medio ambiente, incluyendo la fauna terrestre y marina.

Aquel lugar que vivió los horrores de matanzas sin control de los seres vivos que lo poblaban, se ha convertido, dos siglos después, en el continente de la paz y la ciencia, un modelo a extender al resto del planeta.

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