diario de el cairo /2

Las mujeres son las peores enemigas de las mujeres

Segundo día en El Cairo del enviado especial de ABC. Retrato en primera persona de una ciudad con pocos turistas y personajes de novela

Un grupo de mujeres toma un selfie en El Cairo
Un grupo de mujeres toma un selfie en El Cairo - REUTERS/Amr Abdallah Dalsh
alfonso armada - alfarmada - El Cairo - Actualizado: Guardado en: Viajar

La cena ha sido demasiado copiosa después de un día lleno de palabras junto al Nilo que apenas vemos en medio de un tráfico que es una de las grandes paradojas de El Cairo: puedes pasarte media vida en un atasco, y darte cuenta de que la vejez se ha presentado ante la puerta de tu habitación con una guadaña oxidada, o aparecer como por ensalmo ante la fachada blanca y pomposa de la Biblioteca Pública y admirarte de que, como en el mundo del que procedes, las apariencias son nuestra forma preferida de engañarnos. Espejismos a medida de la imaginación.

Por eso recorro una a una las siete plantas del hotel como si se tratara de un juego algebraico o de un camino de perfección (aunque por la mañana el gran escritor Gamal Al-Ghitany, que nos recibió entre espejos historiados del café Fichawi, adonde Naguib Mahfuz acudía para pensar, recalcó que las puertas del paraíso musulmán eran ocho). Esta claro que el paraíso no está en el hotel Pyramisa («suites» y «casino», reza la bolsa de la ropa sucia. Pero no hay rastro de tapetes ni del condenable vicio del juego, a los ojos implacables del Profeta). Como si de un acertijo se tratara, en cada planta, y casi siempre al volver una esquina, me encuentro con un huésped de un país distinto y en diverso grado de postración, interactuando con un artilugio electrónico, casi siempre del mismo espectro político: móvil o tableta. Un chino largo y descalzo sentado en el suelo hablando por Skype (o su equivalente posmaoísta); una hija de los Emiratos Árabes Unidos con el cabello bien arrebujado bajo el hiyab, sentada de espaldas a la pared en uno de los estratégicos veladores que hay en cada planta, para poder atender a la pantalla de su ordenador; una occidental ensimismada ante el mismo artefacto, pero con el pelo a la intemperie; un grupo de orientales difíciles de identificar -aunque podrían pasar por chinos practicantes del arte del tae-kwondo- desnudos de cintura para arriba haciendo el indio en su cuarto y con la puerta abierta de par en par por si algún curioso quisiera sumarse a las aventuras de la carne; un fumador larguirucho que busca fuego; una china de porcelana que parece sumida en la melancolía poscoital de un teléfono portátil que se ha vuelto inútil pese a sus escarceos con la sensualidad tecnológica… Parecen personajes arrancados de una continuación de El edificio Yacobián, la novela de Alaa Al Aswany que ha conseguido cautivar mi deseo y mi imaginación. Copio lo último que he leído, el reproche que le hace la joven y bella Busayna a Zaki Bey, el decadente sesentón libidioso, uno de los más ilustres inquilinos del edificio Yacobián, y su personaje medular. A los reproches de Zaki Bey a su falta de amor a la patria la tentadora Busayna le responde:

—Tú no lo entiendes porque vives bien. Cuando tienes que pasarte dos horas en la estación de autobuses, o tienes que tomar cada día tres autobuses para llegar a casa mientras te meten mano. Cuando tu casa se derrumba y el gobierno te aloja en una tienda en la calle, con tu familia. Cuando la policía te insulta y te golpea por montarte en un microbús por la noche. Cuando te pasas todo el día de tienda en tienda buscando trabajo y no lo encuentras. Cuando eres un joven con estudios y ganas pero no tienes en el bolsillo más que una libra o a veces ni eso. Sólo entonces sabrás por qué odiamos Egipto.

Por callejas aledañas al callejón de los milagros mahfuzianos, porque El Cairo sigue lleno de rutas esotéricas que llevan a donde uno no sabía que quería ir, pero lleva toda la vida deseando llegar, desiertas de turistas, con vendedores obsequiosos, pero nada abrumadores, que retiran el polvo del desierto de sus mercancías, o toman el penúltimo te, o rezan de pie, o postrados cara a la perfumada Meca de sus inclinaciones religiosas, llegamos con Gamal Al-Ghitany a la tumba del sultán al-Mansur Qalawun, con un alminar inspirado en el faro de Alejandría y una fachada interior que no puede ocultar sus caligrafías y devociones andalusíes. Tras admirar la makbara (y recordar a Juan Goytisolo, una voz repetida aquí entre los escritores) y las reminiscencias faraónicas, bizantinas e islámicas en la fábrica, y las incrustaciones de diferentes matices de alabastro que nos llevan a representaciones sufíes del universo, nos llegamos a la favorita del escritor, la mezquita y la madrasa del sultán Hassan. A nuestro autor le gusta tumbarse en el suelo a contemplar el techo que, de alguna forma, vuelve a ser un intento de recrear la magnificencia del universo, sobre todo el cielo nocturno. Pero con materiales humanos: los de nuestros artistas que tratan de darle forma inteligible, o al menos musical, armoniosa (el escritor habla de la música de los mosaicos de alabastro, de la nota que repiten de muro en muro, como una sura, como un poema táctil y visual), a lo que no entendemos, a lo que nos gustaría abrazar. Y descifrar, invalidar, dejar en entredicho, la muerte.

Tras despedirnos de Gamal Al-Ghitny y de Ahmad Abdul Latif, un escritor que ha emprendido una exitosa vida de novelista, damos cuenta entre gatos flacos de un copioso plato mixto a base de falafel en El Halwagg, un restaurante venido a menos, y donde la cerveza no es una opción. El encogimiento del alcohol y la omnipresencia del velo son dos constantes en El Cairo, una ciudad portentosa incluso en su decadencia.

La opinión de las mujeres

Será en la Biblioteca Pública de El Cairo donde veamos al atardecer otra faceta de este diamante de polvo y piedra. Tal vez porque la libertad de las mujeres acaba por convertirse en uno de los índices más fiables del estado de una nación. Azza Sultan es escritora y cineasta que, tras hablar de la teoría de la curva, figura geométrica propia de las mujeres (la del hombre es la línea recta, el ángulo que duele), dirá que son precisamente ellas las culpables de buena parte de su situación, como hace en su última novela: «No culpemos a los hombres de todas nuestras desdichas, son muchas veces las mujeres las que perpetúan un estado de cosas». La educación y el ejemplo, el miedo a la libertad. Para ella, escribir y hacer cine son dos espacios de libertad, aunque a menudo tenga después que esforzarse en persuadir a sus lectores de que ella no piensa lo mismo que sus personajes (un mal al parecer muy común aquí). Como ella, tampoco la escritora y psiquiatra Basma Abd El Aziz lleva velo. Su historia me recuerda a la de Taha, el personaje de El edificio Yacobián que se radicaliza al no poder cumplir su sueño de convertirse en policía. Pese a sus méritos, el ser hijo de portero le veta el ascensor social, y acaba abrazando el yihadismo. Pese a haber obtenido un buen puesto, las posturas políticas de izquierdas de Basma Abd El Aziz le han cortado el paso. Recurrió a un tribunal, que le dio la razón, pero el poder parece inmune a esta pequeña justicia que ella amerita.

Planteo ante el auditorio la aseveración que hace el Sheij Shaker en la novela de Alaa Al Aswany, de si islam y democracia son compatibles, y el ilustre bazar se agita. Un hombre de aspecto grave, con barba de chivo, dice que no, que por supuesto que no, a lo que le replica otro argumentando lo contrario. Pero quien a mi juicio mejor lo resume es Basma Abd El Aziz, pequeña y decidida, con dos frases: «la democracia es un modo de vida, el islam es una religión como las otras». A juicio de ella, idea compartida por el viajero, es preciso que la religión vuelva a ser un asunto íntimo, y no regular todos los aspectos de la vida, si Egipto quiere salir del espejismo. Como hicimos hace tiempo en Occidente.

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