PATRIMONIO

De profundis: Miguel Mañara de la Santa Caridad

El fundador del Hospital de la Santa Caridad sigue vivo entre los muros de esta Casa de pobres, escala al cielo, plagada de rincones por descubrir

SEVILLA Actualizado: Guardar
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En el pórtico de la iglesia de San Jorge, antes de que los ojos se enfrenten a la crudeza descarnada de las Postrimerías de Valdés Leal retratando la podredumbre humana, provocando el impacto escondido de la muerte presente, la pisada fiel hallará una lápida de mármol desgastado. Es la señal de la primera tumba del venerable siervo de Dios Miguel Mañara y Vicentelo de Leca.

El roce rápido del andar apenas se detiene en el escalofrío tremendamente físico del pensamiento, la intención, la trayectoria y el fin del fundador del Hospital de la Santa Caridad, cuyo espíritu pervive en la calle Temprado, en el Arenal de barcos fantasma de los astilleros reales y visiones vecinas de Guadalquivir con aires marinos donde el tiempo hizo coincidir las mejores y más ricas historias del comercio con las Indias y las peores crónicas de los lácteos e hinchados ahogados, de los ajusticiados, de los pícaros del Siglo de Oro, de ladrones y estafadores, de las putas desclasadas, de los perros famélicos que acompañaban en su desgracia a tantos dañados por la masacre de la peste de 1649 y para los que el misericordioso señor de los pobres mandó hacer un piloncillo que siempre estuviera lleno del agua que ahora beben los gatos de las Atarazanas.

Bajo el frío desconocido, indescifrable, de la sepultura terriza en la que quiso dormir su tortura mística Mañara: «para que todos me pisen y huellen» y con la inscripción que reflejaba sus camino, pensamiento y dedicación de sus últimos años: «Aquí yacen los huesos y cenizas del peor hombre que ha habido en el mundo. Rueguen a Dios por él».

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Murió el 9 de mayo de 1679 en olor de santidad. Siete meses después fue contradicho en sus últimos deseos testamentarios y su cuerpo, dicen que incorrupto y envuelto en un «olor inexplicable» se llevó a la cripta bajo el altar mayor en la que hoy reposa, espacio que rodea al fiel y que impele a orar, fuera de la vista del apabullante discurso barroco que concibió para ejemplo y enseñanza de los hermanos de la Caridad y catequesis de los acogidos mirando hacia la vida eterna. Valdés Leal, Murillo –hoy cuatro de sus obras son copias de originales expoliados por el infausto mariscal Soult-, Pedro Roldán… del terror de la muerte a las obras de Misericordia.

Miguel Mañara, aristócrata descendiente de ricos mercaderes corsos, ingresó en la Hermandad de la Santa Caridad en 1662

En la Santa Caridad reside la metáfora del abismo, el salmo del grito al Señor desde lo hondo. De profundis de Mañara, cuyo rastro, confundido por las leyendas donjuanescas de románticos ajenos a la historia real, puede buscarse, como si fueran íntimos secretos a descubrir. El rumor de agua de las fuentes genovesas del doble patio lleva hasta la entraña de la tierra, por donde huye hacia el río. Se cuela en la Sala de Baja de Cabildos, que custodia pertenencias originales de don Miguel, como la mesa recubierta por un tapete negro de terciopelo y sobre ella, la cruz con el corazón en llamas, emblema de la Casa que se reparte por doquier, desde la veleta a los confesionarios.

En los muros, con restos de arcos de las Atarazanas, el famoso retrato del caballero leyendo la regla de la Hermandad junto a un niño que pide silencio y una «vanitas», pintado por Valdés Leal, es prácticamente un reflejo de la sala, en la que también Murillo dejó cinco tablas en las que quedaron escritas las labores que han de realizar los hermanos.

Miguel Mañara, aristócrata descendiente de ricos mercaderes corsos venido a padre de los pobres en eterno camino a los altares, ingresó en la Hermandad de la Santa Caridad en 1662 y menos de un año después sería elegido hermano mayor y comenzó a levantar la magna obra del Hospital. Llegó marcado por la muerte de su esposa y por una tremenda crisis existencial que desembocó en una profunda conversión en la que también se enredan la leyenda y la literatura, materializada esta vez en un azulejo de la calle Ataúd relacionado con el caballero que ve espantado su propio entierro y cambia su vida.

Se halla en el patio de los ocho rosales inmarcesibles que trajo a la Caridad el propio Mañara, libre de ataduras materiales, cuando pidió vivir en el hospicio en 1677, mientras otra terrible epidemia de peste y hambruna asoló Sevilla. Las rosas, custodiadas por un busto del fundador, fueron llevadas en 1920 a este patio, al que se asoma la escalera exterior que lleva a las últimas estancias de don Miguel, quien mandó construir otros peldaños interiores para tener acceso directo a la iglesia y poder orar a cualquier hora ante el Santísimo.

Pueden visitarse estos viejos y austeros cuartos, celdas humildísimas que ocupó el siervo de Dios hasta su muerte. Entre la iglesia y las enfermerías en este ascenso hacia el último suspiro de Mañara, una lápida conmemorativa de 1837 confirma que estas fueron los aposentos del fundador. Se halla en el oratorio privado de las Hermanas de la Caridad, que durante más de cien años atendieron a los asilados desde este espacio. Conserva este oratorio los reclinatorios monjiles y un confesionario.

Quedan infinitos rincones en la Santa Caridad para revivir a Miguel Mañara, cientos de secretos ligados a los pétalos de las rosas sobre palios y enfermos, miles de detalles de devociones, ritos y reglas que mantienen los hermanos y herederos del caballero del que se olvida Sevilla al paso de cada centuria en una espiral de actitud vital que recuerda la del propio fundador de no ser nada.

Mañara sigue llegando cada día a la Caridad desde el jardín de enfrente, donde quedó inmortalizado llevando en brazos a un mendigo en la obra póstuma del infortunado Susillo, dispuesto a cruzar el dintel de la Casa de pobres, escala al cielo.

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