CORONAVIRUS

Diario de Covid-19 / día 13: «En aquel tiempo»

Un mundo sin viejos es un mundo infeliz. Puede que sobrado de orgullo y de soberbia, pero privado de la oportunidad de demostrar compasión hacia los más vulnerables

Un matrimonio de ancianos recluido en su propio domicilio ABC

Javier Rubio

Mi padre hubiera cumplido 103 años. Siempre me acuerdo del día que vino al mundo y del día que se fue. Había nacido el 25 de marzo de 1917 , antes de que los bolcheviques tomaran el poder en Rusia. Todos mis abuelos nacieron en el siglo XIX, cuando Cuba y Puerto Rico todavía eran posesiones española s. No lo digo por nada, solo por caer en la cuenta del paso del tiempo, unas veces lento y monótono y otras, agitado y revuelto como ahora.

Mirar atrás concede perspectiva para alumbrar el tiempo presente que nos ha tocado vivir. Pero a ninguna generación se le concede el don de profecía para calibrar hasta qué punto los acontecimientos que vive de ordinario supondrán un hito en la historia y partirá esa época como una charnela sobre la que doblarse. Creímos que ese momento había llegado cuando cayeron las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 , volvimos a imaginar que ese punto de inflexión se había materializado con el hundimiento de Lehman Brothers en septiembre de 2008 y ahora sospechamos que ocurrirá con la crisis del coronavirus.

Pero no tenemos modo de saber cómo evolucionará la historia , ni qué recuerdo guardaremos de estos días in albis, entre los corchetes de un aislamiento social que ni sabemos cuándo acabará. Así pasó mi padre sus últimos años, prácticamente desde que el médico -joven, el detalle no es menor visto con perspectiva- le dijo que llevaba en el cuerpo una bomba de relojería pero que no podía saber si llegaría a estallar ni cuándo. Esa impotencia para avizorar el porvenir lo recluyó en casa de manera mucho más efectiva que cualquier decreto convalidado del Gobierno.

Qué nos deparará el futuro. Normalmente, el mañana es un camino pavimentado que nos va conduciendo a donde queremos ir . Hasta que, de golpe, se nos han ocultado los adoquines bajo una poderosa tormenta de arena causada por una dichosa molécula que busca hospedarse en nuestro organismo. Cristina siente el agobio del cambio de planes que impondrá el retraso de la Selectividad y Marta se rebela ante la posibilidad de que un decreto ponga fin al curso universitario de buenas a primera. Es comprensible, pero se adaptarán y esa finta del destino las hará a ellas dos y a todos sus compañeros en torno a la veintena, más resistentes, más dispuestos a tomar la vida como venga y con más capacidad de respuesta ante imprevistos. Mejor para ellos.

Esa admirable capacidad que descubríamos en la generación de nuestros padres o nuestros abuelos y que creíamos que nunca veríamos nacer en nosotros mismos. Vivir al día, vivir cada momento como si fuera el último sobre la faz de la tierra, pero con la esperanza de que debemos hacer cuanto esté en nuestras manos para mejorar las condiciones de vida. Mi tía me recordó la frase de Martin Luther King : «Aunque supiera que mañana se acaba el mundo, yo hoy todavía plantaría un árbol» .

Cuando mi tía nació, faltaban aún días para dar por terminada la Guerra. En aquel tiempo, la existencia se volvió azarosa y nada rutinaria. Para todas las generaciones que la vivieron, ese fue el hecho más determinante de sus vidas. Mi madre todavía recuerda cuando la patrulla de milicianos subió al cortijo a hacer la requisa en los tumultuosos días del alzamiento militar. Pero aquello pasó y, de vuelta en la Sevilla pacificada a sangre y fuego por Queipo, no guarda memoria de haber vivido confinada en ningún momento.

Sí recuerda esconderse en un semisótano o algo así en el colegio de la calle Betis cuando escuchaban los motores de un aeroplano por si se trataba de un bombardeo. O tal vez fuera un simulacro pero la memoria de sus noventa años le impide esclarecer qué sucedía entonces. Y rememora el hambre, el estraperlo, el racionamiento, las penurias ... todo eso que constituyó el yunque donde se forjó una generación templada al fuego de la escasez sobre cuyas espaldas -especialmente de las madres- se edificó la prosperidad creciente que hemos disfrutado en España en los últimos sesenta años.

¿Será el coronavirus la guerra de la generación de mis hijas? ¿Será lo que determine sus vidas y las respuestas que tengan que dar a los acontecimientos que se sucedan?

No hay manera de saberlo. Pero el impacto que va a tener en todos los órdenes así parece indicarlo: ¿volveremos a ver masas de turistas cruzando alegremente fronteras como antes?, ¿está la vieja Europa en condiciones de reivindicar su modelo de contrato social frente al autoritarismo que exhiben China o Rusia como logros?, ¿ahondará Estados Unidos, en año electoral, en su pretendido aislacionismo o volverá a tejer alianzas en un mundo cada vez más interrelacionado?

No nos asustemos de las preguntas aunque ahora seamos capaces de responderlas. Porque esa curiosidad por descubrir cómo se redefinirá el mundo que ahora se limita a los confines de nuestro domicilio nos servirá de acicate para seguir vivos. En el momento presente, todas las discusiones que saturaban la agenda política de España en los últimos años han decaído porque tenemos algo más importante que hacer: plantar cara al SARS-CoV-2 y sobrevivir a esta pandemia.

Estuve visitando a mi madre sin abrazarla, sin poder darle un montón de besos, como erizos con las manos repletas de púas, solo conformándonos con la charla. Es terrible el azote de la plaga entre los mayores, la crueldad infinita que supone descartarlos porque no hay medios de socorro para todos como si hubiéramos dado sus vidas por amortizadas, como si ya no tuvieran nada más que ofrecernos. Me contó que Felipe y Consuelo , de la que soy secretario perpetuo, ya no salen del cuarto en el asilo y allí les llevan la comida para evitar posibles contagios. Ellos están aislados en su propio confinamiento . Qué dolor.

Mi madre, a veces, se pregunta en voz alta para qué cuando se ve mermada para sus labores y torturada por los dolores de las rodillas. Yo siempre le digo lo mismo para que se deje ayudar: «Para que aprendamos a devolverte el amor que nos diste cuando éramos niños» . Un mundo sin viejos es un mundo infeliz. Puede que sobrado de orgullo y de soberbia, pero privado de la oportunidad de demostrar compasión hacia los más vulnerables, los menos capaces, los más necesitados, los más pequeños aunque sean mayores de edad.

Compadecerse con los ancianos es ponerse en su lugar y tratar de comprender el miedo que sienten ante unas noticias que los abruman, sufrirlo con ellos y superarlo con ellos también. Y por qué no, hasta reírse con ellos. Como esa asilada de Málaga a la que entrevistaron el otro día en la tele y declaró ufana: «El coronavirus nos lo vamos a comer. Y ese día, me voy a emborrachar» . Diga usted que sí, señora.

Seguro que se te ha venido a la mente alguien de edad de quien compadecerte con una simple llamada de teléfono. Ya tienes tarea pendiente. Mientras tanto, «tengan cuidado ahí fuera» .

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