Crítica de 'El triángulo de la tristeza': Sátira sobre el lujo, la belleza y la vuelta de la tortilla

¿Qué se saca de esta desmesurada película? Pues tal vez una prevención contra ‘la pasta gansa’, contra la moral propia y de los demás y contra las amistades de crucero

Fotograma de 'El triángulo de la tristeza'
Oti Rodríguez Marchante

Esta funcionalidad es sólo para registrados

El director sueco Ruben Östlund es un tipo con pegada, o con suerte, y por sus dos últimas películas, ‘The Square’ y esta que ahora se estrena, ‘El triángulo de la tristeza’, ha recibido ya tantos premios como algunos de los más grandes genios del cine al final de su carrera, entre ellos dos Palmas de Oro en Cannes y varias candidaturas al Oscar (este año, a mejor película, mejor director y mejor guion).

A pesar de ello, de lo exquisito y global de sus éxitos, Östlund es un cineasta que no gusta a todo el mundo, que causa tanta admiración como rechazo. Y tal vez se deba a que su cine, o al menos sus dos últimas películas, contienen en su interior tal cantidad de sátira, tanta sosa cáustica y tanta ironía corrosiva, mezclada con litros de ligereza y un humor provocador y algo memo, que si funciona y le ves la gracia, se adora, y si uno no entra en su vertedero de ideas y desafíos, pues se queda como 'El pensador', de Rodin, de piedra y con el puño en la barbilla.

‘El triángulo de la tristeza’ habla del dinero, la supremacía y los privilegios, y lo hace en tres bloques vinculados argumentalmente. Empieza con una pareja de modelos, él y ella; continúa en un crucero de lujo con esa misma pareja y termina en una isla también con ellos y algunos de los personajes que viajaban en el crucero. Podría decirse que tiene intenciones de fábula más amoral que moral y que juega en un tono jocoso con los modelos de belleza, de abundancia y de miserias humanas; asuntos como ‘¿por qué pago yo siempre las cenas?’, ‘¿por qué miras de ese modo a ese marinero?’ o ‘¿por qué tenemos que hacer lo que ella (la que tiene el mango de la sartén) quiere?’ son la columna vertebral de las reflexiones que propone esta película incisiva, apoyada en un catálogo de clichés y resuelta con exceso de ‘gags’, brocha gorda y duración, con larguísimas secuencias provocadoras, delirantes y alguna hasta repugnante.

Tampoco se priva Östlund de barajar clichés ideológicos, con el americano marxista, el ruso capitalista, la burguesía indecente y absurda o el proletariado trincón y ruin. Aunque no es difícil divertirse con esta mirada torcida y no del todo desencaminada al mundo, el despilfarro, las clases y las jerarquías, también es cierto que su relación con ‘los mensajes’ que maneja adolecen de finura y resultan a la vez lo suficientemente superficiales y groseramente acentuados como para despreciarlos un poco, por obvios. Pero, hay que insistir, no es raro encontrarle la gracia a su cinismo, a su burla de la conciencia de clase y a la vuelta de la tortilla.

Y es importante para ello conectar con la estupidez de los personajes y la capacidad de los actores para traspasarla, Harris Dickinson y Charlbi Dean son la volátil pareja joven (ella, la actriz, falleció el verano pasado); un Woody Harrelson desmelenado a su gusto es el capitán completamente curda del barco, el croata Zlatko Buric es el impresentable ruso y la filipina Dolly De León es la pieza que pone finalmente a todo el mundo frente a sus contradicciones. ¿Y qué se saca de esta desmesurada película? Pues tal vez una prevención contra ‘la pasta gansa’, contra la moral propia y de los demás y contra las amistades de crucero.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación