Crítica de «Richard Jewell»: Eastwood nunca confunde a las víctimas

Eastwood araña de la historia real un retrato sublime del personaje, un tipo un grado más allá de la sencillez, honrado y con un sentido de la lealtad que se acerca a la caricatura

Imagen de la película «Richard Jewell»
Oti Rodríguez Marchante

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A sus noventa años, Clint Eastwood hace películas probablemente para seguir respirando , pero indudablemente para que respire el mundo, y en esta última, «Richard Jewell» , el mundo no solo ha respirado sino que ha resoplado, y por la herida de su tiempo. El acoso a Eastwood de algunos medios y algunos, digamos, colectivos por esta película ha sido duro y eficaz para su taquilla, que se ha resentido, pero ya sabemos cómo se las gasta Eastwood con quienes lo acosan a él o lo suyo, y lo que quedará de todo esto es otra grandísima película de Clint Eastwood, llena de verdad y talento cinematográficos.

Lo que trae el director a esta historia es la terrible peripecia de otro héroe vestido de calle y con cara de gente, como el piloto Sully o el Chris Kyle de «El francotirador», tipos encumbrados y abatidos casi al tiempo por la coyuntura social. Eastwood araña de la historia real un retrato sublime del personaje, un tipo un grado más allá de la sencillez, honrado y con un sentido de la lealtad que se acerca a la caricatura, y tan volcado en su vocación de «perro pastor» (nervio esencial del cine de Eastwood) que resulta, cómo no, poco fiable y sospechoso. Jewell, guardia de seguridad durante los Juegos Olímpicos de Atlanta, olisqueó y aisló una mochila con explosivos, salvando así muchas vidas, lo que lo convirtió en héroe durante los minutos que precedieron hasta encausarlo como el principal sospechoso del atentado por una filtración periodística.

Como es habitual en el mejor Eastwood, su disparo narrativo da en la diana: seguimos la historia en la misma carne apaleada de su protagonista, y la aliña con los líquidos corrosivos a su alrededor, la función desvergonzada del periodismo (una periodista, en este caso), la indecente del FBI (un agente que acepta el intercambio sexual de la reportera por información privilegiada y distorsionada) y la conveniencia de políticos, abogados y fiscales. Es por completo transparente el dibujo interior de Jewell (coloreado por la figura de la madre, Kathy Bates) y turbio y velado en sus alrededores, esencialmente el del policía que interpreta Jon Hamm y la creíble, sea cierta o no, que es intrascendente para el caso, de la periodista que encarna Olivia Wilde (la periodista del «Atlantic Journal Constitution» que, supuestamente, consiguió la exclusiva mediante intercambio sexual…, lo que ha propiciado el revuelo como si Eastwood hubiera inventado esa pólvora ya tan vista en fuegos artificiales de la vida, el cine o la literatura; sin ir más lejos, en «Cuesta abajo», la novela de Michael Connelly).

Si despreciamos lo accesorio, tal y como hace Eastwood, que sabe hasta dónde llega un periodista para tener la noticia o un policía por subirse a un caso abierto, veremos lo esencial: el tratamiento de los personajes, el control de la trama, el perfecto desarrollo de la narración y de los diversos dramas, la magnífica y polémica Verdad que le arranca a un actor como Paul Walter Hauser y la sonora bofetada que le sacude al mundo en el que vivimos, tan dado a confundirse de víctimas, y cuya respuesta, como era de esperar, ha sido ridícula y ñoña.

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