MAR ADENTRO

451 grados Fahrenheit

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Ray Bradbury nos enseñó que el papel arde a 451 grados Fahrenheit pero que la libertad se quema por mucho menos. Entre las cenizas de Qorum, la prestigiosa librería gaditana cuyo almacén se quemó hace unos días como el barco del arroz, veo el barco en llamas de un vikingo zarpando de entre las páginas de Beau Geste. El matorral de Moisés o la gloria de Roma bajo la cítara de Nerón, cuando Quo vadis sigue siendo una pregunta necesaria, dónde vas, dónde vamos, qué hacemos aquí entre el cisco de tantos sueños echados a la hoguera como Giordano Bruno.

Al menos, él tuvo el coraje de espetarle a sus torquemadas, aquello de «ustedes tienen más miedo al leer mi sentencia que yo al recibirla». Seguro que, entre las cuatro paredes del patio que titulan Pepe Jaime y Pedro Rivera, las pavesas consumieron versos de Rilke y tautologías de Wittgenstein, rezos de Lucero y pecados de Omar Keiam. Allí habrá ardido de nuevo el mar de Pere Gimferrer como también fue ardiendo en el enorme almacén de la utopía humana aquel libro, Excalibur, cuya lectura volvía loco, o el Nekronomikon, que no sólo despertaba miedo sino curiosidad. Bertolt Brecht citaba a Gautama El Buda quien una vez encontró una casa encendida por el fuego y no era la de Luis Rosales: avisó a sus inquilinos de que se estaban quemando, pero ellos le preguntaron si hacía frío afuera, si acaso iban a constiparse o perder el confort del que gozaban adentro. Será preciso que los retenes de bomberos de nuestra supervivencia impidan que el volcán del olvido inunde de lava las calles de Macondo, de Vetusta o de Comala. Hemos de evitar que su lengua de fuego se trague el mar de Sandokán, la ebria lucidez de Dylan Thomas o las minas del Rey Salomón. Arde el almacén de una librería como enorme juanillo de nuestra imaginación: quizá podáis distinguir palabras entre ascuas, labios como espadas flamígeras, ardientes versos de tornillo. Arden los libros como de repente el último verano, pero hay un incendio peor, el de la intolerancia, el que Pedro Rivera y Pepe Jaime husmearon en la trastienda de las librerías de sus respectivos padres cuando este país no era un bosque de democracia más o menos imperfecta sino el matorral bajo de una dictadura pirómana. Bajo su guante de hierro ardieron hogueras de libros como herejes: José Luis Cano me contó cómo logró salvar de la pira varios libros de sonetos de la colección Héroe de Manuel Altolaguirre, a cambio de unos pitillos que compraron la vista gorda de los inquisidores vestidos de caqui en una guerra imbécil.

Ese, el del hierro candente de la intolerancia y de la tiranía, es el peor desastre al que podemos enfrentarnos y, a cada paso, encuentro pequeños frentes de su fuego devastador. Ayer tarde, al ir a la compra, me saludó un viejo conocido: «¿Cómo estás?», le pregunté. «Harto de Zapatero y de quienes le bailáis el agua», repuso. Me quedé en silencio y, entonces, amable, añadió: «Pero no te lo tomes como algo personal». Le miré perplejo y le expliqué: «No lo hago, pero si hubiera sabido que ibas a responder así jamás te hubiera preguntado nada». Al oírnos, se me vinieron a las mientes discursos incendiarios en el Congreso o en cualquier tribuna a cinco columnas, las teas del Santo Oficio alumbrando las mañanas de la radio, la telebasura al rojo vivo en labios de nuestros líderes. España no se rompe, pero decididamente alguien la está quemando. Cuando este monte se quema, algo nuestro se quema, señor pueblo soberano. Pero lo peor es que ignoro a cuántos grados Fahrenheit.