INMIGRANTES. Amedyel, senegalés de 28 años, y Ramón, guineano de 32, han llegado a Jerez después un complejo periplo que les llevó a desembarcar en Tenerife. / JAVIER RÍOS
Jerez

«En el cayuco te das por muerto»

Desde Senegal, Guinea o Mauritania, los tripulantes de los tristemente famosos cayucos han comenzado a establecerse también en Jerez

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Desde San Luis, en la costa empobrecida de Senegal, hasta Jerez hay un largo camino que implica toda suerte de malaventuras, padecimientos e infortunios, si el viajero no goza de los privilegios y bondades de un plácido trayecto en avión, con catering y aire acondicionado. Amedyel, de 28 años, natural de uno de los poblados de pescadores que pueblan esta parte del litoral africano, lo sabía cuando decidió hace menos de un mes embarcarse en uno de los tristemente famosos cayucos que arriban a las playas de las Islas Canarias, buscando «una mejor vida, para mí y para mi familia», conformada por más de 30 miembros que sobrevivían «de milagro» gracias a la pesca de subsistencia y al comercio de intercambio con agricultores del interior.

«Me habían contado que era peligroso, que muchas veces los barcos se perdían, y que también era posible que no te dejaran entrar en el país después de haberte jugado la vida», relata en un francés sembrado de palabras nativas que otro compatriota suyo, con varios años de residencia en España, se ha prestado a traducirnos.

Ramón Gomes tuvo que ahorrar cuatro años de su «sueldo habitual» para pagarse un hueco en un camión de transportes hasta Mauritania, desde Guinea Conakry. El equivalente a 600 euros, una auténtica fortuna, que sólo le daba derecho a buscar una barcaza en la costa que, a cambio de otra suculenta cantidad, le dejaría en Tenerife, Lanzarote o Fuerteventura. «En el cayuco viajábamos 72 africanos, con poco espacio, muchos de ellos enfermos, incluyendo mujeres embarazadas, que aguantaron el frío porque el trayecto duró más o menos lo que tenía que durar, porque llegaron muy, muy mal, y no hubieran soportado otra noche más en el mar», explica Ramón, que decidió embarcarse hasta Europa «cuando murió la última persona de mi familia que me hacía quedarme en Guinea».

El miedo y el frío

Amedyel pasó mucho miedo en el trayecto, porque los patronos no les informaban de si iban o no en la dirección adecuada, y muchas veces pensaban que «el barco estaba sin rumbo, y que íbamos a morir sin ver las Canarias». La comida se provee en raciones justas, el agua está muy medida, para no sobrecargar la barca y la debilidad que supone el esfuerzo constante por mantener «tu hueco en el cayuco» te hace ver el futuro muy oscuro.

«Más de una vez pensamos que íbamos a morir, sobre todo cuando hacía viento, y contábamos con que llevábamos diez días embarcados pero nadie sabía cuánto quedaba para tocar tierra», recuerda. Amedyel llegó a Tenerife a los diez días. Ramón tardó dos semanas, en las que «había veces que prefería no pensar, porque nos dábamos todos por perdidos». A ambos los recibió la Cruz Roja. Para los españoles sólo tienen «palabras de agradecimiento, porque nos dieron comida y agua cuando llegamos, cuando más lo necesitábamos y no sabíamos si la Policía aquí nos devolvería de una manera o de otra, o si podríamos quedarnos». Ramón mantiene que «ver la atención de la Cruz Roja nos tranquilizó mucho, y nos dio esperanza». Amedyel permaneció en una casa de acogida siete días. Luego le comunicaron que los trasladaban a Madrid. Allí, «gracias a Dios» tenía amigos que le dejaron quedarse en casa un tiempo, mientras decidía adónde ir. «Tenía 30 euros en el bolsillo», afirma. A Ramón lo trasladaron de Tenerife a Fuerteventura, y de allí, por el mismo procedimiento, lo dejaron en el aeropuerto de la capital. «Mis únicos amigos que habían conseguido quedarse en España estaban en Jerez, así que aquí me vine».

A Amedyel lo conoció en la ciudad, porque «la comunidad aquí es importante, no hay que olvidar de dónde venimos y sin la ayuda de unos y otros tendríamos muy poco que hacer». Buscan un empleo, aunque saben que es difícil. Quieren quedarse en la ciudad, pero no descartan tener que salir a «buscarse la vida, si no nos va bien». Sus deseos, ahora, se encuentran en un vocablo que, para ellos, cobra una significación especial, la llave de un futuro mejor: «papeles». «Sin papeles, no hay trabajo y, sin trabajo, no hay pan», resume Ramón, como una oración bien aprendida.