Editorial

Explotación de menores

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Desde la perspectiva de un mundo que debería tener como uno de sus objetivos prioritarios la protección de la infancia, resulta difícil de asumir que más del 15% de los menores de edades de entre 5 y 17 años, 218 millones en el conjunto de países, estén involucrados en diferentes formas de explotación bajo la denominación eufemística de «trabajo infantil». Ese es uno de los datos que, con motivo de la jornada mundial contra tan cruel realidad, han dado a conocer la Organización Internacional del Trabajo y diferentes oenegés. A tenor de la dimensión de aquella cifra resulta evidente que no merece la misma consideración en todos los países o para todos los gobiernos.

La explotación laboral de la infancia no es sólo cuestión del rasero ético o cultural con el que se mida, es un problema estructural que apunta a las precarias condiciones de vida, a la desesperación en la que se mueven las sociedades sumidas en la extrema pobreza. Por ello la acción contra esa lacra ha de ser multidireccional, hacia las familias donde los menores son uno más en la aportación de recursos, hacia las «empresas» que apoyan su competitividad en la mísera retribución de mano de obra infantil y hacia los poderes públicos que no persiguen o incluso amparan semejantes prácticas contra la dignidad humana. Pero, además, esta cuestión no debe abordarse como un asunto lejano, pues incluso en nuestro país persisten algunas formas de esa explotación, no sólo en la mendicidad sino en labores agrícolas donde familias de temporeros acuden a ciertas campañas con sus hijos, que participan en las faenas del campo a costa de su rendimiento escolar.

La OIT constata que en los últimos cuatro años ha descendido un 11% la cifra de niños de ese degradante batallón mundial de trabajo infantil, pero el volumen global del problema es de tal calibre que no hay lugar para el optimismo. De hecho organizaciones privadas, como Save the Children, aseguran que ha aumentado escandalosamente en algunos países, citando el caso concreto de Argentina, con un 600%. Y peor aún es el dato de que del total de menores de ambos sexos en esa situación, 179 millones de niños realicen trabajos peligrosos, incluidos quienes son forzados a la prostitución, a involucrarse en el tráfico de drogas o los obligados a tomar las armas participando en diversos conflictos. La explotación infantil, que ensucia cualquier actividad humana en la que esté presente, es algo más que simples apreciaciones morales o convenciones políticas y merece el boicot, previo a su erradicación, por los agentes de la economía globalizada.