CALLE PORVERA

nocturno

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Hay pocos placeres comparables a comerse una tortilla fría a las tres de la mañana, mientras una rubia silicónica te explica con mañas publicitarias sus técnicas para depilarse el bigote. Me encanta. No puedo evitarlo. Ningún momento mejor que la matriz cálida de la madrugada para reflexionar sobre la condición fugaz del ser humano; introinspeccionarse y descubrir que estar vivo consiste en eso: el lujo de comer tortilla unos días, comprarse un champú anticaída el siguiente, torcerse un tobillo, hacer la declaración de la renta, regalarse el oído con la versión de Paquito Chocolatero que ha grabado King África, encender el ordenador, contestar el teléfono, trabajar. Empieza otra madrugada lenta, acaba otro día rápido, y conviene hacer balance, pero sin apagar la tele, que el silencio pesa demasiado.

Los insomnes impenitentes sabemos que la noche hay que reservarla, exclusivamente, para cuestiones ligeras, porque los problemas se te atragantan como puñados de azogue, la perspectiva se enturbia y, al menor descuido, uno puede acabar comprando ese increíble pelador de patatas que anuncian una y otra vez, o la colección completa de las películas de Joselito, el pequeño ruiseñor, que son, como todos sabemos, los emplastos mágicos que salvan nuestras pequeñas crisis depresivas.

Nada de escribir cuentos. Nada de escuchar adaggios relajantes. Nada de susurrar a la luna los versos más tristes, ni los más divertidos. Lo mejor, a partir de las tres de la mañana, es ponerse a chillar mientras cambias los muebles de sitio. O, al menos, eso es lo que piensa el mamonazo de mi vecino, que lleva cuatro días sin dejarme dormir diez minutos seguidos.