MANIFESTACIONES. Después de las elecciones, muchos ciudadanos tomaron las calles en febrero de 1936. / FOTOS: LA VOZ
ESPAÑA

Hacia la guerra civil

Del entusiasmo en las calles a la guerra civil en cinco años. Visto desde fuera, el seísmo pudo parecer inconcebible, pero lo cierto es que las tensiones, los enfrentamientos y las afrentas quebraron la convivencia a velocidad de vértigo. La división radical en la izquierda y la derecha alentó la violencia hasta la explosión final en el 36. TEXTO: STANLEY G. PAYNE

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S i a un espectador que observara el entusiasmo con el que la población de Madrid recibió la declaración de la Segunda República en abril de 1931 le hubieran dicho que apenas cinco años después el nuevo régimen se hundiría en medio de la guerra civil más extrema y encarnizada, le habría parecido increíble. Los analistas españoles de 1931 afirmaban que la introducción pacífica de un nuevo régimen democrático indicaba la «madurez cívica» de la sociedad española, y que los amargos conflictos del pasado habían llegado a su fin. Por el contrario, lo peor aún estaba por llegar. ¿Cómo era eso posible?

Hay que tener en cuenta dos realidades básicas respecto a la instauración de la República. En primer lugar, fue el resultado de la caída repentina de la monarquía, no de un movimiento republicano popular, masivo y unificado. El nuevo régimen despertó un gran entusiasmo popular, y en general se aceptó su legitimidad, pero una minoría muy amplia de la población - simpatizantes monárquicos y católicos - nunca compartió este entusiasmo, aunque tardó en responder con sus propias organizaciones políticas.

En segundo lugar, las fuerzas republicanas estaban compuestas por tres sectores completamente distintos: los demócratas liberales del centro republicano, la izquierda republicana moderada y los socialistas. Todos ellos tenían proyectos distintos. Sólo el centro era partidario de la democracia liberal sin adjetivos, con las mismas normas de juego para todos. La izquierda moderada, dirigida por Manuel Azaña, insistía en un régimen totalmente de izquierdas y anticatólico que fuera radicalmente reformista, aunque no socialista, y basado en gran medida en la propiedad privada. Los socialistas aceptaban la República democrática porque conduciría al socialismo, pero una república democrática basada en la propiedad privada debía ser sólo un medio para alcanzar la meta definitiva de un régimen socialista.

Cambios

Las reformas republicanas de 1931-1933 fueron promulgadas por una alianza de republicanos de izquierdas y socialistas, de la cual se retiraron pronto los liberales centristas. Esta alianza de gobierno rechazó cualquier tipo de consenso, e insistió en volver a la tradición ensalzada del siglo XIX de imponer por decreto cambios a los que se oponían sectores significativos de la sociedad. No sólo se separaron la Iglesia y el Estado, sino que las nuevas leyes privaron a los católicos de ciertos derechos civiles básicos como la educación y la expresión religiosa. La reforma agraria fue muy conflictiva y de hecho relativamente moderada, pero también extremadamente compleja y confusa. Debido en parte a la feroz oposición de los anarquistas, las reformas laborales beneficiaron principalmente a la Unión General de Trabajadores (UGT) socialista, y dieron lugar a una subida irracional de los salarios en una época de depresión y creciente desempleo. Al final, la alianza entre la izquierda republicana y los socialistas se rompió hacia finales del verano de 1933. La luna de miel de la República se había terminado y empezó el punto de inflexión.

La ley electoral de la República negaba la representación proporcional con objeto de superar la fragmentación política, pero fomentaba giros pendulares y una representación desproporcionada en el Parlamento. La izquierda desunida experimentó así una derrota desastrosa en noviembre de 1933 a manos de una ley electoral redactada por ella misma. El mayor partido en las Cortes fue a partir de entonces la católica Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), que prometió transformar el régimen en un sistema corporativo más conservador y católico, del mismo modo que los socialistas estaban decididos a convertirlo en un régimen socialista.

Posiciones firmes

El centro democrático liberal, encabezado por el Partido Radical de Alejandro Lerroux, había pasado a ser una minoría clara, con apenas el 30% de los votos, y maniobraba entre una izquierda que insistía en un régimen exclusivamente de izquierdas y una nueva derecha que en último término insistía en un régimen exclusivamente derechista. Además, la derecha tenía más votos que cualquier otro partido del Parlamento.

Dado que la CEDA rechazaba la violencia y aceptaba los procesos parlamentarios como un instrumento para el cambio, los radicales establecieron durante los dos años siguientes una especie de alianza con la derecha moderada para estabilizar la República y contener a la derecha. Esto no consiguió frenar excesivamente a la derecha, fomentó la oposición violenta de la izquierda, y no es de extrañar que acabara debilitando al centro.

Tanto la izquierda republicana como los socialistas rechazaron los resultados de las primeras elecciones que perdieron, y realizaron tres intentos distintos para convencer al presidente Niceto Alcalá-Zamora de que anulara los resultados. Los republicanos de izquierdas continuaron con sus esfuerzos para formar un nuevo gobierno no basado en una mayoría parlamentaria que pudiera convocar nuevas elecciones, mientras que los socialistas recibieron la entrada de la CEDA en un gobierno de coalición en 1934 con una violenta insurrección revolucionaria. Esto amenazó la estabilidad del nuevo régimen en mucha mayor medida que las tres insurrecciones anarcosindicalistas de 1932-1933 o que la insignificante revuelta de un puñado de oficiales del ejército en 1932.

Durante 1934-1935, el Gobierno no estuvo dominado tanto por las fuerzas parlamentarias como por el presidente Alcalá-Zamora, decidido a centrar la República y a impedir que la CEDA dirigiera el gobierno. Sus constantes manipulaciones hicieron imposible el verdadero gobierno parlamentario, y frustraron cualquier posibilidad de seguir las reglas del juego de un sistema democrático. Si hubiera permitido que el Parlamento elegido continuara, éste tal vez habría alcanzado un punto de equilibrio, y habría disfrutado del tiempo necesario para moderar las pasiones políticas.

La disolución arbitraria del Parlamento a comienzos de 1936 fue una de las peores soluciones posibles. El centro debilitado se vio de repente en una posición desastrosa en unas elecciones que sirvieron de plebiscito completamente artificial e innecesario entre una izquierda y una derecha exclusivistas. Dada la situación, el resultado provocaría de manera casi inevitable cambios drásticos, independientemente de quién ganara.

La que se alzó con la victoria fue la coalición de izquierdas del Frente Popular, una alianza inherentemente inestable entre moderados y revolucionarios. Éstos últimos se negaron a participar en un gobierno burgués, de modo que la victoria decisiva del Frente Popular condujo a un débil gobierno minoritario de la izquierda republicana de Azaña. Puede que esto pareciera una paradoja absurda, pero fue la consecuencia lógica de la contradictoria alianza entre los moderados y los revolucionarios, ya que los segundos asignaban a los primeros el papel del Kerensky de la revolución española.

Sin precedentes

La caída del orden constitucional que se produjo a renglón seguido entre febrero y julio de 1936 carecía de precedentes en un régimen parlamentario europeo en tiempos de paz. En ella influyeron un gobierno arbitrario, por un lado, e importantes elementos de desorden prerrevolucionario de los movimientos revolucionarios, por otro. Esto fue en parte resultado de la política del gobierno y también a las grandes vacilaciones de éste a la hora de imponer la ley a sus aliados revolucionarios.

Aún más grave que el fraude electoral y las confiscaciones de propiedades que siguieron fue la politización de la justicia. A ello contribuyeron la manipulación del sistema judicial y también el empleo intermitente de militantes socialistas y comunistas como delegados, o auxiliares policiales. Dicha politización condujo al inaudito secuestro y asesinato de un líder de la oposición parlamentaria por parte de la policía estatal, la nueva chispa que convirtió una titubeante conspiración militar en una gran conflagración.

Un rasgo extraordinariamente negativo de la política republicana fue el modo en el que combinó la polarización y la fragmentación. La izquierda y la derecha se oponían ferozmente una a otra, pero también estaban profundamente divididas en su interior. De ahí que una izquierda electoralmente victoriosa no pudiera proporcionar un gobierno unificado y coherente, mientras que la derecha se dividía entre moderados y extremistas.

El ejército estaba igualmente dividido y fue incapaz de llevar a cabo un golpe de Estado unificado en julio de 1936. Esto fue en todos los aspectos tan serio como las otras grandes desuniones españolas. Hizo que, al contrario de lo que ocurrió en la mitad de los países de Europa en los que el régimen parlamentario fue sustituido directamente por un gobierno militar o autoritario, el resquebrajamiento de España desembocara no sólo en un gobierno arbitrario de uno u otro bando, sino en una guerra civil, quizá la mayor de todas las calamidades.