RAFAEL DE PAULA TORERO

Tarde de vueltas azules

«Se me aparece como misterio sin desvelar a través de un escalofrío que siente mi piel al pensar en todas aquellas tardes que nos ha dejado»

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Existen visiones en la vida plagadas de felices y tristes momentos. Pasa el tiempo, pasan los años, las luces y las sombras, y sólo queda aquello que verdaderamente te caló en el alma. Una noche de luna nueva primaveral y olor a azahar, paseo por las calles de Jerez. Mis ojos están abiertos pero miran hacia mis adentros. Me busco el alma, el sentir más oculto y verdadero de mis sentimientos. Y allí, en la soledad de mi paseo, con la fría brisa de la noche se me aparece como caído del cielo la visión de un torero que por tan genial y mágico se me antoja que, más que un torero, es el toreo en sí. En la mirada hacia los adentros uno sólo encuentra lo poquito en la vida que de verdad nos ha conmovido. Aquellas emociones arraigadas que irradiaron pureza, ya sea a través de la felicidad como del sufrimiento, y que viven por siempre en el uno mismo. En mi mirada veo la figura de verde luna de Rafael Soto Moreno, Rafael de Paula para la historia del arte. Su toreo, o más bien como digo, el toreo, que uno siente como debería ser en su vertiente más romántica. Con todo ese sueño hecho visión que nos desvela en las altas horas de la noche y nos trae recuerdos en forma de verónicas de alelíes.

Se me aparece como misterio sin desvelar a través de un escalofrío que mi piel siente al pensar y recordar todas aquellas tardes que nos ha dejado para la historia. Se me rizan los vellos de la nuca y siento el calor venir, poco a poco, a compás de soleá, andando despacio como cuando Rafael hace el paseíllo; con esas hechuras únicas y ese perfil gitano de alamares negros. Su mirada parece perdida en el tendido, pensando seguramente lo difícil que es todo, y si esa tarde se producirá el milagro de su toreo, pleno de un dolor azabache que emana la fuente del arte. Esa donde su concepto parece beber a raudales.

Rafael mira a sus compañeros de cartel y con gesto firme y decidido susurra al viento un «vamos allá y que Dios reparta suerte». Su caminar en el paseíllo, como todo en él, no tiene nada que ver con nada ni con nadie. Tan garboso, tan elegante, tan bien vestido; con esos verde y oro, tabaco y oro o esos vino tinto y azabache y qué decir de ese negro y azabache pletórico de luz oscura y arrebatadora personalidad. Su caminar se me asemeja al mismísimo caminar de Jesús del Prendimiento con ese contoneo en sus adornos. Jesús del Prendimiento, a quien el torero reza con devoción y fe. Y es que existe un mismo son y un sentir que se lleva en la sangre, que nace en el mismo barrio donde se crió y que aflora en todo aquello donde uno se expresa. Es el aroma y la cultura del barrio y de todo Jerez; con sus palmas, sus cantares, el sonido de las campanas de Santiago y San Miguel, y su color, lo que Rafael refleja en la plaza. Una vez que sale el toro, y si éste colabora, la figura del maestro se entrega a un abismo donde el miedo se transforma en total entrega. Entrega hacia un ir sin saber si habrá vuelta, porque entre la vida y la muerte existe un frágil puente que los toreros cruzan cada uno con su personal caminar. Un camino de sufrimiento y esfuerzos donde a veces, sólo a veces, porque el arte escoge sus momentos, Rafael logra hacer el toreo más bello y armónico de lo que nadie antes pudo soñar. O tal vez, sí, uno, Juan Belmonte. Ese que fue de los primeros paulistas, cuando mandaba recoger a un jovencillo Rafael que paseaba por la calle Cantarería para verlo torear en su campo unas vacas. Juan Belmonte, el pasmo de Triana, el patriarca de la tauromaquia, soñó un día con torear con un arte que nace del propio alma. Ese mismo alma que Rafael muestra cada vez que consigue sentirse.

El capote de vueltas azules deja sobre el albero verónicas donde la inmortalidad vive para nunca morir. ¿Qué desmayo, qué desgarro, qué pureza en su ir y venir! La cadencia se hizo esencia en unas muñecas que parecen suplicar a los duendes que aquello nunca acabe. Hasta que llega, cuando tiene que llegar, puesto que la medida del tiempo debe tenerse, y más en el toreo, una media verónica que nos grita en el corazón todo ese sabor añejo y rancio de nuestras raíces. En los tendidos vive la locura, las manos se alzan hacia un cielo que ilumina al genio. Las palmas por bulerías atronan el ambiente, se escuchan desde Jerez al cielo, donde las nubes son el tendido de unos ángeles ensimismados con su toreo. Y uno, en esos momentos, sólo se pellizca la piel para aclararse si de verdad está viviendo aquel acontecimiento. Mientras banderillean al bravo toro de cuernos de oro, Rafael, cerca de tablas, mira serio su comportamiento. Su planta se hace cuadro de otro tiempo, hecho con otros pinceles y otros lienzos. Sus manos asentadas en su cintura de bronce, y sus piernas, una recta, la otra ligeramente flexionada....Todo en él, sus gestos, su voz, se hace grandeza. El torero se acerca a las tablas para que el mozo de espadas le entregue el estoque y la roja muleta. En su suave andar acercándose al toro, se aposenta en el ambiente toda la expectación del todo y de la nada. ¿Debería ser pecado ese andar! Que no parece humano, más bien divino. Ese muletear al albero que manda silencio al estruendo. Es la calma que precede a su tempestad. A dos manos, y por alto, comienza su delirio de muleta. Sus muñecas pegadas al pecho desgranan majestuosidad y fragilidad. El toro ya parece embrujado y obedece con nobleza la llamada que no es llamada, más bien invitación hacia una conjunción que crea devoción en el tendido. Coge Rafael la muleta con su derecha y se enrosca una y otra vez a su colaborador, en muletazos rotos, cantares por seguirillas de noches ocultas. El rey gitano mata a su oponente, o no lo hace y se va vivo a los corrales. ¿Qué más da cuando se torea así! La noche se hace vino y las copas suenan a brindis por su toreo. La feria se hace fiesta de noche dulce de borrachera y cruda mañana, cuando el cruel sol golpea nuestros ojos que aún, y por siempre, guardarán el toreo hecho sentimiento.

Y esta noche, como decía, paseo solo y silencioso, recordando tardes que guardo en mi profunda melancolía. Miro al cielo oscuro, plagado de brillantes estrellas que parecen bailar al compás de las chicuelinas al paso de Paula. Y oigo en el cantar de los grillos del césped los mismos olés hondos y roncos dedicados a mi torero. Me posee cierto frío por mis venas y una ahogada pena llora en mis adentros. Lo que su toreo ha hecho es llorar sobre el albero, como vivas candelas en las cuevas del misterio.



No hay torero más gitano,

Ni penares con más llanto.

Se hizo luna la luz del alba,

Se hizo cante que el silencio aguarda.



Un mantón de manila abraza tu cuerpo

Bordado con morados y azabaches de terciopelo.

Al compás de las palmas tu toreo emana,

Al son de tus verónicas el tendido baila.