Tribuna

Las modernas chicas del 27

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Aunque hoy nos parezca casi un exotismo, hubo un tiempo, no demasiado lejano, en el que las mujeres pasaban las horas muertas haciendo vainica, rezando el rosario o estofando pollos a la jardinera, mientras esperaban a aquel novio sin tacha que las llevara de blanco ante el altar. Nada extraño si pensamos que entonces el mundo limitaba al norte con la tutela paterna, al sur con las creencias religiosas, al este con una sociedad dominada por los hombres y al oeste con todo el peso educativo de la tradición. Por tanto, estaba mal visto que se dedicaran a labores ajenas a las consideradas de antiguo como estrictamente femeninas. A lo sumo, podían ejercitarse en algún instrumento musical, preferentemente el piano, recitar a los clásicos o representar teatrillos sin más pretensiones que el divertimento. Las que osaran vivir fuera de ese idílico panorama acabarían consideradas, en el mejor de los casos, como raras, extravagantes e incluso pecaminosas.

Sin embargo, en aquel tiempo remoto, una serie de jóvenes decididas como auténticos hombres de acción, rompiendo los moldes establecidos, desafiaron las leyes de la costumbre y se pusieron el mundo por montera. Y lo hicieron en una época -a principios del siglo pasado- sin institutos de la mujer, sin subvenciones, sin becas Erasmus, sin coches, sin albergues juveniles, sin carnets de estudiantes, sin puentes aéreos y sin cursos de postgrado que les facilitaran el camino emprendido con apenas otro bagaje que una incipiente vocación artística y las ganas enormes de cambiar de aires, de vivir a su manera. Aún así, viajaron por el mundo, practicaron deportes, tuvieron aventuras de diversa índole e incluso, como casi todos los jóvenes, hicieron alguna barrabasada que otra. Pero también lograron desarrollar su talento creativo, ganarse la vida con cierta holgura, luchar por una sociedad más libre desde el Lyceum Club de Madrid y asimilar las vanguardias del momento, que cada cual reflejó en sus obras con una belleza incuestionable. Al final, muchas de ellas terminaron, como era de esperar, exiliadas. Y después, el olvido.

Algunas fueron: Concha Méndez, impresora, dramaturga, guionista de cine y poeta. Maruja Mallo, pintora. María Zambrano, filósofa. María Teresa León, Rosa Chacel, Ernestina de Champourcin, Consuelo Bergés, Carmen Lejárraga, Paulina Crusat, escritoras

Como no recuerdo haber leído ninguno de estos nombres, junto a los de sus colegas varones de la generación del 27, en los libros de texto, me he preguntado en muchas ocasiones si las causas de ese olvido, de esa desdeñosa exclusión de la generación artística a la que pertenecían por derecho propio, podemos encontrarlas en el largo exilio que experimentaron en primera persona, en su condición de mujeres limitadas por un ambiente cerrado como el de entonces, en que algunas de ellas estuvieran siempre a la sombra de hombres con un futuro prometedor (Alberti, Buñuel, Cernuda, Altolaguirre) o, sobre todo, en que eran integrantes del mismo grupo que aquellos notabilísimos poetas. O en todas esas circunstancias juntas, como bien se expuso en un seminario internacional que celebró la Residencia de Estudiantes en mayo de 1998 para conmemorar el centenario del nacimiento de Concha Méndez, coordinado por James Valender y que contó con la presencia de Esperanza Aguirre, entonces flamante ministra de Cultura.

Aquel seminario, la exposición itinerante Imágenes, organizada por el Centro Andaluz de las Letras y unas pocas publicaciones de hace ya varios años han sido, que yo sepa, las únicas iniciativas contra la desmemoria de los críticos, de las casas editoriales y de los lectores, las únicas voces que se han levantado para rescatar del olvido literario este puñado de vidas y de obras aún hoy plenas de modernidad.