Pensaron que no podía ser lo mismo que en Utrera, y a Miguel

Magia Flamenca

Poveda le insertaron un percusionista puertorriqueño

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Si lo piensas, te equivocas. Si lo imaginas, te engañas». Eso cantaba Miguel Poveda el sábado en el escenario más moderno de Nueva York, mientras yo pensaba: ¿Cómo lo sabes!

Era uno de esos momentos mágicos que se dan a veces en esta ciudad, en los que uno casi se tiene que pellizcar. Y eso que a mí ni me va el flamenco.

Detrás del cantaor de 32 años, una enorme cristalera de arriba abajo y de lado a lado del escenario, que convierte a Central Park en decorado natural, recortado por la línea de los rascacielos de noche. A su lado, el percusionista puertorriqueño Giovanni Hidalgo, una leyenda del latin-jazz, socio de Dizzi Gilespie y Eddie Palmieri en muchas aventuras.

«Tiri ti tran, tran tran», seguía Poveda. Y hablaba de la Plaza San Juan de Dios, las fragatas en la bahía y las calles de «Cai», como si me estuviera cantando a mí. Me acordaba entonces de cuando un celador me enseñó el año pasado esta impresionante sala del edificio en el que se ha instalado Jazz at Lincoln Center, una extensión del famoso complejo cultural.

El auditorio Allen es modular para adaptarse a diferentes situaciones como ¿una fiesta de cumpleaños!, me vendía el hombre, por «sólo» 10.000 dólares la noche. Esto es Nueva York, pensaba yo abrumada, mientras el celador hacía hincapié en que sillas, equipo de sonido, guardarropa, etcétera se añadían a la cuenta. Como si yo fuera a alquilársela, vamos. El cumpleaños debe costar más que un piso, pero disfrutar del espectáculo me salió hasta gratis, gracias a una invitación de prensa.

Los organizadores habían pensado, con buen tino, que el festival de Flamenco en Nueva York no podía ser como el de Utrera, por eso habían buscado a un cantaor como Poveda, que lo mismo toca en Palestina que en Japón, y no le asusta mezclar estilos, acompañado de un guitarrista a lo Paco de Lucía, Juán Gómez Chicuelo, y uno de los mejores percusionistas del mundo. Los músicos practicaron apenas un día, eliminaron los palos más complicados, como la seguidilla o la soleá, para no complicar demasiado al puertorriqueño, y se dieron a la improvisación y al popurrí. Les salió tan bien que a veces uno miraba la tumbadora y creía escuchar castañuelas y taconeo, mientras que otras se veía «moliendo café» en los cafetales venezolanos. Entre el público lo mismo había visones que argollas en la nariz, y entre el Verde que te quiere Verde de Lorca, y la pena de amor del Zampo Manuel, uno no se recuperaba del hechizo hasta que le daba en la cara el bofetón gélido que corre entre los rascacielos en estas noches de enero.