PAGO DEL HUMO

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Nunca deja de acongojar la idea, seguramente no sólo española, de que se tenga por bueno el principio de «sostenella y no enmendalla», sobre todo cuando no se ha probado que una reconsideración arrepentida, en cada caso, no vaya a dar mejores resultados. Así ocurre por ejemplo con dos asuntos nacionales, uno de importancia reducida (como las cabezas de los jíbaros), y otro bastante más grave: el primero el Estatut de Cataluña y el segundo el de la sucesión de las últimas leyes de educación que van a dar en la L.O.E.

Los políticos catalanes, de la pseudoizquierda a la semiderecha, no saben ahora cómo sacar sus empeños tricapitulares, más que tricéfalos, del remolino que han formado como un descenso a una era prehistórica de irracionales límites y marcas orgánicas. En la precariedad de sus fundamentos, algunos no saben cómo volver a una superficie más democrática; no quieren reconocer que aceptarían otras relaciones más integradoras y modernas, otro comienzo de gestión económica para sus negocios y progresos. Ellos, y asimismo sus interlocutores estatales, huyen adelante perseguidos por sus propias palabras, rezan para que el estrecho sueño se disipe y miran a las cámaras como acosados por su fiera interior. Tampoco era tan grandioso ni exclusivo el paso que imaginaban dar. Tampoco hay tanto fuego poético en ningún cubil humano por el hecho de ser reconocido, ni gloria histórica ni otras patrañas en ninguna nación. ¿No sería más inteligente recapitular contra pobres límites y viejos folklorismos y reconducir la civilización del siglo XXI hacia una más valerosa universalidad?

Pero, en fin, tal vez esas rémoras y romerías sean en gran parte las lógicas consecuencias, como se apuntaba al principio, de nuestro romo y mecanicista sistema educativo. Desde la Institución Libre de Enseñanza, a pesar de su forzada resolución elitista, no ha habido en España ningún buen plan. Nada que se haya fundado en la asunción personal de los contenidos del conocimiento, que haya concordado con una verdadera filosofía del saber a lo Juan de Mairena, nada que se haya enfrentado a un acercamiento crítico a las cosas, que haya cultivado con la disciplina, la ceguera, el dolor y el gozo necesarios otra clase más alta de independencia: la libertad y el deber del lenguaje. No ha habido debate de fondo, sólo un tira y afloja constante sobre el llamado fracaso escolar, la obligatoriedad o no de la asignatura de religión, el número de alumnos por aula, sobre los presupuestos y tráficos de libros y demás vehículos escolares, la presencia y la influencia de los padres (y madres) de alumnos en los centros, sobre el valor y el número de las calificaciones convencionales para promocionar o no, sobre horarios y disciplinas optativas, materias troncales o ramificadas, exámenes en unas u otras fechas, pruebas de revalidación y de tránsito a la universidad... Es infinita la lista de elementos semejantes, con los cuales los políticos ignaros y los serviles educadores se han venido envenenando sin cesar. Han seguido adelante con sus leyes periféricas y farragosas, han seguido alejándose de todo lo que significaría una cierta educación transformadora, se han empecinado en ignorar su misma ignorancia y la generada, el ya evidente fiasco generacional.

Así la muerte continúa triunfando a nuestro alrededor, la del pensamiento y la de la vida. La ignorancia cebada nada pone en cuestión. Toda imagen pedestre vale para los códigos de la obediente opacidad. Adelante con las raíces nacionales y el bachillerato jíbaro. Con el maravilloso antitabaquismo, las acciones bélicas humanitarias y la Navidad. Adelante con los maridos o primates asesinos y el analfabetismo. Con el genio Bieito, la criminal xenofobia y la prócer Aguirre. Adelante con la gripe aviar.